viernes, 28 de septiembre de 2012

Diarios de Viaje

XXVII. Juan Martin Varela. La noche siguiente en un ristorante de la zona del Trastevere.

No logro descifrar que hilos se movieron en mi interior desde el momento que llegó a mí el poema de Horacio Iturralde. Esos dos pájaros no pararon de picotear en mi cabeza, segundo a segundo, rutinariamente, acompasadamente, como las agujas de un viejo reloj de pared, con su péndulo meciéndose al compás de la vida que transcurre en el flujo de las horas que marca, como las gotas de un grifo mal cerrado que lentamente, una tras otra, golpean sobre la bacha de metal que las recibe primero con ansia, luego con preocupación y finalmente con ira. Los dos pájaros picotean mi cabeza, la pican, la pican y la pican. Me toco en este momento el centro mismo de mi cabeza cubierta de pelos semirubios y no encuentro el agujero, pero estoy seguro que allí se abrió algo, una ventana quizás, una puerta, un puente. Los dos pájaros confían en sus cables como yo en esta silla, en esta mesa, en este vino rosso de la Toscana, en este plato de pasta, en esta Roma que me acoge tan momentáneamente como esta hoja a mi lapicera. Los dos pájaros miran hacia abajo y ven ese doble horizonte: la calle/el abismo. Mi venas son mis calles, mi alma el abismo. Necesito encontrar a ese poeta, lo necesito imperiosamente, lo siento tan necesario como la segunda botella que estoy a punto de pedir. No sé que hilos se movieron, no sé que serie de eventos contingentes se desplegó en el complejo espacio-temporal para que lleguen a mí esas líneas. Lo que sí sé (porque siempre el desconocimiento de algo involucra, al menos, conocer la existencia de ese desconocimiento) es que debo volver a Buenos Aires y buscar a ese poeta si es que existe, si es que vive, si es que respira. Necesito darle las gracias.

martes, 4 de septiembre de 2012

Diarios de Viaje

XXVI. Juan Martin Varela. Desayunando en un café cerca de Termini, Roma.

Ayer llegó a mi un poema. La conferencia en Madrid fue un caos, no la conferencia en sí la cual asumo fue al menos aceptable, sino más bien las cosas que pasaron a su alrededor. Todavía no me recupero del enrevesado encuentro en el que me vi envuelto. Sin embargo Roma me acogió mágicamente. En el aeropuerto mismo ya me sentía un paso mas cerca de casa. De todos modos lo importante aquí es cómo llegó a mis manos este poema. Yo estaba tomando una birra Moretti en el bar del hotel, haciendo lo que hace cualquier turista: escuchando conversaciones ajenas mientras chequeaba mis mails. Uno de esos mails era de un remitente desconocido, esas cadenas forwardeadas que el 99% de las veces están destinadas a la papelera de reciclaje. La cuestión es que esta vez no lo hice y no sé si por aburrimiento o abulia lo abrí. Era una invitación a la presentación de un libro de poesía inédito de un poeta que para mi era desconocido. En el mail había adjunta una poesía, supongo que para cautivar posibles lectores (yo). La lectura de la misma me hizo conectar con el poeta, cosas inexplicables que sólo suceden en ciertos momentos, en ciertos lugares y sólo bajo ciertas circunstancias. He decidido hoy por la mañana que ni bien llegue a Buenos Aires me haré de ese libro y si es posible buscaré por todas las formas llegar a ese poeta. Quiero conocerle la cara (alma) a quién virtualmente acarició la mía. Esta es la poesía:

El peso de las plumas de Horacio Iturralde.


La televisión está prendida
y el hilo del cual pende cada instante
soporta el peso del mundo
los dos pájaros posados
sobre el tendido eléctrico
son testigos de la velocidad
de la eterna cadencia
en la que se mueven los cuerpos
allí abajo, allí lejos, en otra realidad
que los incluye pero no los comprende
que los excluye pero no los libera
los dos pájaros conocen el cable
aunque no saben para qué sirve
les basta saber que soportan
el gran peso de sus plumas
más abajo sólo hay una cosa
la calle/el abismo.

martes, 28 de agosto de 2012

Diarios de viaje

XXV. Diario de María Santisteban. Su departamento, sobre la mesa de la cocina.

En el cuarto está durmiendo Ale. No soporté más dormir a su lado, sentir su respiración acompasada sobre las sábanas. La noche dio tantas vueltas que ya siento que me caí de la calesita. El problema es que no sé donde aterrice. Bueno, por el momento en la cocina, en mi diario. No sé que va a pasar a partir de hoy, sinceramente no lo sé, sin embargo sé que nada va a ser igual. Cada vez que Ale apareció en mi vida mis tuercas se desajustaron y tuve que rearmarme, reafirmarme, reamarme. Eso siempre es lo bueno de que aparezca Ale, la sensación de sentirme amada. No sé como lo hace, pero me dice lo que siente, lo que REALMENTE siente. Me parece algo inconcebible, a mí que jamás se me cruzó que algo que se siente se pudiese decir. Siempre creí que las palabras van por otro lado que el corazón, que toman otro camino, que en algún momento de la historia sus caminos se bifurcaron para jamás reunirse. Pero Ale insiste en que no es así, en que a él expresar lo que siente lo alivia, lo llena de emoción, lo vive a flor de piel, siente que lo expulsa al vacío, que no es quién para retener para así algo tan tierno (esas son sus palabras), que me corresponde, que eso me pertenece. A mi se me revuelve todo, no sé que decir, me quedo quieta como perdida sin poder responderle. Y yo sé que el espera una respuesta, lo sé, pero no puedo decirle nada. Lo quiero, sé que lo quiero, pero si no me obliga (porque él también lo sabe) no se lo puedo decir. Hoy me dijo: "vos me querés, conmigo la pasás bien, te hago reir..." y yo no hacía más que asentir. Y al segundo me dijo: "¿Por qué, entonces, no querés estar conmigo?" Y asentí. Tiene razón. No sé si quiero o no quiero pero lo que sé es que no estoy con él aunque no sé por qué. No sé nada. Quisiera estar con él pero no puedo. ¿Por qué? No lo sé. Simplemente no puedo. Hoy me preguntó si realmente no quería verlo más. Le dije que sí, pero es no. Quiero verlo, pero no puedo. El no me gobierna, no sé por qué. O sí. Quizás sea porque no sé nada. El sí sabe, y eso es lo que me destruye, él sabe que me quiere, y sabe que quiere estar conmigo y sabe que esta haciendo lo que le dice su corazón y sabe que está siendo fiel a sí mismo y sabe que quiere intentar algo, aunque más no sea un intento vano, un intento fútil, sabe que quiere que yo quiera estar con el pero no sabe que yo quiero estar con él y que simplemente no puedo y sabe que yo lo quiero y sabe que la paso bien con él y sabe que me hace reir y sabe por sobre todas las cosas que todo lo que hace lo hace apasionadamente y sabe que eso lo reconforta cuando yo le digo que no lo quiero ver más. Él sabe todo eso y yo no sé nada ¿Como podría estar con él aunque quisiera?

lunes, 18 de junio de 2012

Diarios de Viaje

XXIV. Rogelio Segismundo Ortiz. Un banco en el muelle en La Lucila del Mar.

El horizonte me parece ahora un espejismo, y la niebla que lo habita un halo de misterio. Yo estoy acá, sentado, escribiendo para variar. Me alejé de todo, de todo lo poco o mucho que tenía reservado para mí la gran ciudad. Pero también me alejé de la carretera, aunque más no sea por un tiempo. El aire de mar, el ruido de las olas, la espuma del mar y el olor a pescado me devuelven las ganas de seguir adelante. Sin embargo, lo que más me asombrar son los pescadores, esos seres recortados en la bruma, pacientes, siempre expectantes, los más optimistas dentro de los optimistas. Los veo bajar y subir sus mediomundos, encarnar sus anzuelos, arrojar sus líneas a la inmensidad del mar, siempre con sus ojos clavados en el agua. Y lo que me emociona: los veo saber que ésta será la vez que el mar les devuelva sus redes llenas. Lo mismo para todas las veces, y ellos siguen, firmes, cual quijotes contra el viento, contra los molinos interminables del azar. Ellos saben que ésta será la vez. Simplemente lo saben, y se zambullen junto con sus anzuelos en el frío mar, jugando, pescando, buscando, viviendo. En ellos me siento reflejado, de alguna u otra manera. Ellos buscan peces, yo busco caminos. Ellos pescan, yo escribo.

viernes, 18 de mayo de 2012

Diarios de Viaje

XXIII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.


Sexta parte...

"It's hard to tell that the world we live in is either a reality or a dream". Esa es la última frase de la película que fuimos a ver cuando todavía eramos dos pájaros volando libres, sin tendidos eléctricos donde reposar de nuestras veloces vidas. No sé por qué razón no puedo dejar de pensar en esa frase después de lo de anoche. Es como si la película vuelva a enrollarse sobre su carretel, a velocidades ultrasónicas, para volver a ser pasada en cualquier cine de cualquier ciudad, con la extraña sensación de estar nosotros dos siempre presentes en la sala. En la visión no vemos la película sino que la vivimos. Y lo que es aún más extraño: no vivimos toda la película sino solamente su escena final. Yo estoy allí, al igual que el actor, parado, aplastado contra la pared, en una habitación que no es la mía, a la cual no sé como llegué ni cómo voy a salir, parado, con mi espalda tiesa, con mis nervios de punta y con mi cara fría, rígida, expectante, esperando el desenlace fatal de los eventos por venir. Allí estoy yo, como el actor, parado, y allí entra ella, sin verme, sin verlo, en principio, como buscando algo, con su mirada perdida, con su vestido de flores reluciente, con su pelo a medio peinar y su cara relajada buscando la ventana interior de la habitación, la cual no existe, la cual no se puede ver, sólo se la puede sentir, y, allí los dos, sin vernos, sin sabernos, pero sintiéndonos, hasta el fatídico momento en que ella caminando para atrás se choca con mi cuerpo, con su cuerpo, y en ese momento la escena se detiene, el mundo se detiene, y la cámara entra en éxtasis, al igual que los cuerpos por ella retratados, los pies desnudos, descalzos se rozan, las sensaciones brotan desde la punta de los pies y fluyen hasta la última célula ubicada en el último receptor nervioso de lo que la biología occidental convino en llamar cerebro, y descarga allí su virulento manojo de emociones nerviosas que despiertan a los otros cinco sentidos, rehaciendo el instante y haciéndonos dar cuenta que ya no somos dos cuerpos sino uno, que ya no somos dos sacos de huesos sino un solo esqueleto recubierto de cálidas carnes que sienten, que no son sólo puñados de tejidos sino que tienen ese algo más que las hace únicas, y cuando ella se da vuelta me encuentra, lo encuentra, de frente, con los ojos clavados en su frente, bajando hasta sus propios ojos, cuando ambos se cruzan estallan las estrellas y la supernova explota generando una lluvia de materiales cósmicos por todo el universo, la balanza que aparece bajo nuestros pies desnudos, descalzos, se clava en el cero, los sacos de huesos pasan de estado sólido a estado gaseoso y de allí al éter, el peso del mundo se disuelve en la falta de peso de nuestros cuerpo y ya somos parte de un todo universal compuesto de materiales cósmicos, aquellos materiales esparcidos por la supernova se fusionan en un instante del continuo espacio-temporal conformado por dos almas errantes efervescentes. Allí la cámara enfoca la balanza, clavada en el cero, y la imagen se va perdiendo, difuminándose hacia el vacío. Entonces la frase cobra sentido y como en un sueño se hace realidad.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Diarios de Viaje


XXII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Quinta parte...

Pasó algo anoche que ahora recordándolo me hace esbozar una sonrisa. Recuerdo que jugamos un juego, no sé si fui yo o ella quien lo propuso, pero, en cierto momento de la noche, ya despojados de nuestras ropas, nos vimos envueltos en risas y palmadas cual si de dos niños se tratase. Claramente tuvimos una regresión, una regresión compartida, bipartita en todo caso (yo no fui el único que jugó a ser un niño-adulto). Era un juego de niños por la forma pero su contenido era el de un juego de adultos. El juego consistía en lo siguiente: alternativamente uno de los dos se tapaba los ojos, no valía hacer trampa, era vital mantener los ojos cerrados. Entonces, el otro tomaba un libro de su biblioteca (que amontonaba libros dispares pero que en su mayoría habíamos leído ambos) y lo abría aleatoriamente en una de sus páginas, dejando al azar hacer su truco, y comenzaba a leer en voz alta la primer frase que encontraba. El que estaba con los ojos tapados debía adivinar nombre del autor y libro. Y así se continuaba por un tiempo indeterminado, pudieron haber sido unos cuantos minutos, quizás horas. No había ganador ni perdedor, lo importante era vivir el juego, saber que estabamos jugando, disfrutar el juego en cada uno de sus instantes. Ella adivinó casi todos los libros que yo le leía, supongo que porque eran sus libros. Pero yo tampoco me quedé atrás. Si alguien hubiese visto aquella situación seguramente se hubiese reído, o llorado de verguenza ajena, no lo sé. Parecía un juego de locos, pero de locos felices, juguetones, inofensivos, dispersos entre las estrellas, locos al estilo Rantés, bajados a tierra con una verdad reveladora, sin pretender más que comprensión. Así supongo que nos verían, aunque sin embargo, poco me importa lo que pudieran haber pensado potenciales voyeuristas. La única verdad es que ambos estabamos allí jugando a penetrar en nuestros mundos literarios, asumo yo, ahora, que para conocernos un poco mejor. No hay mejor forma de conocer al otro que mediante su literatura, sobre todo, si ambas personas son del tipo literario. Lo mas gracioso de la situación haya sido quizás que el juego transcurría en penumbras, los dos totalmente desnudos, sin tocarnos, sin mirarnos, sin desearnos. Ya nos habíamos deseado y ya nos desearíamos luego. Era la desnudez literaria hecha carne, atravesada por todos los sentidos (menos la vista, claro). Al recordarlo ahora nuevamente sonrío y me digo a mí mismo que estuvo bien, que ese momento fue sublime, que durante todo ese instante el juego se pareció bastante a la vida.

viernes, 30 de marzo de 2012

Diarios de Viaje

XXI. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Cuarta parte...

Recuerdo también un instante, un efímero intersticio entre dos mundos. El hueco abierto que se llena de golpe. Como si una inmensa represa misteriosamente desapareciera, esparciendo todo su embalse en una décima de segundo sobre lo que hasta hace instantes era una delgada línea de agua. Como si de un grifo de dimensiones descomunales se tratase, como si éste fuese abierto repentinamente gracias a un movimiento giratorio súbitamente inesperado de las impolutas muñecas de Dios. Como si la nada misma estuviese llenándose allí sin más, en ese preciso instante, de una sustancia desconocida. Los dos mundos mágicamente quedaron entonces suspendidos en el éter cual dos pájaros sobre el tendido eléctrico, aunque separados, parados sobre el mismo abismo. Todo se materializó en ese instante y ya no importó nada más. El mundo abajo dejó de girar y nosotros, dos pájaros solitarios, pudimos cantar al unísono, al menos el tiempo que duró el instante.