lunes, 12 de diciembre de 2011

Excurso Poético IV

Inhalo,
de un sorbo
el aroma de las mañanas
de un sueño a medio soñar.

Y me digo
esto debe ser estar despierto.

***

Cada una de las gotas
de rocío que mojan mi jardín
me recuerdan el aroma
de tu piel al despertar.

El sol en el cenit
y el cielo azul claro en un corrusel
de horizontes misteriosos
dejándose ver, mostrándose.

Son siempre las mismas escenas
apareciéndose transfiguradas
paisajes viejos nuevos, escenarios
modificados, ojos distintos.

Y me repito
esto debe ser estar despierto.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XIX.

Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Segunda parte...

"Sentate, ponete cómodo" me dijo y yo como si fuera un niño asentí con la cabeza por más que ella no me estaba mirando. Acto seguido me encontraba sentado en un sofá cama cubierto por una tela color verde musgo, con mis manos apoyadas sobre cada una de mis rodillas y mi cabeza cayéndose hacia delante. Hice un esfuerzo, que en ese momento me pareció sobrehumano, para levantar la cabeza y levantar mis manos y cruzarme de brazos. Eso me habrá llevado una eternidad, o un segundo quizás. Ella dijo desde la cocina "querés un café?" yo contesté que sí, claro, con dos de azúcar. Arrojó un "Ya sé" al aire oscuro y denso de aquella habitación que sirvió para que salga de mi estado de letargo en el que me encontraba. Se activó una alarma, un interruptor se movió y mi cabeza empezó a funcionar nuevamente. No tan claramente pero lo suficiente como para saber que no podía quedarme allí esperando que suceda algo. En eso me levanté y fui hasta la cocina, me apoyé sobre el marco de la puerta y la vi de espaldas, vestida con sus jeans gastados y una remera musculosa color pastel. Estaba quizás un poco mas gorda que hacía diez años pero sus carnes se mantenían firmes, con la misma forma del cuerpo de siempre, bien proporcionada, con sus dos o tres quilitos de más que siempre remarcaba que eran lo que más me gustaba de ella. Allí estaba, dándome la espalda, como el mismo destino. Pero estaba, y estar a veces ya es mucho. Me quedé observándola, estudiando como revolvía acompasadamente el café, cómo disolvía, con qué gracia, cada molécula de azúcar en el café. Habrá sido mi respiración entrecortada lo que hizo que ella se de vuelta y sienta mi presencia. Nos quedamos mirándonos, sin decirnos nada, absolutamente nada, con nuestras miradas cruzadas en algún punto del universo, en algún punto de la vida, aquella misma vida que hacía mucho tiempo nos había unido y también, hacía mucho tiempo, nos había separado. Quizás esta vez, me dije, lo que el tiempo ha separado quizás la voluntad pueda unirlo. En ese momento supe que haber ido hasta allá no había sido en vano. Ella hizo una mueca, un leve gesto, un simple movimiento de sus labios hacia un costado, casi un esbozo de sonrisa, pero una sonrisa interior, mas que una sonrisa era la manifestación de una sonrisa bien profunda, un reflejo inconciente de algo oculto pero no olvidado, de algo sucio, oscuro y desordenado pero no roto. Nuestras miradas se mantuvieron un buen rato suspendidas, colgando de un hilo. Y ella con una taza de café en cada mano. El hechizo se rompió cuando le dije, sólo por cortesía (yo no quería decir absolutamente nada), que vayáramos a sentarnos al sofá. "Sí, mejor" dijo y caí en la cuenta de que el microhechizo momentáneo cargado de miradas profundas y sonrisas oscuras había llegado a su fin. Esta vez el que volteó fui yo y sin mirar atrás, sin dudar un segundo, sin saber si ella me seguía o si simplemente se había esfumado, me dirigí al living y me senté en el sofá. En ese momento me di cuenta que me había seguido y que se estaba acomodando al lado mío. Apoyó mi taza en la mesa ratona y agachó la cabeza, su mirada posada sobre la taza de café que mantenía entre sus manos. Me pareció que le hubiera dado lo mismo que en la taza hubiese café o agua o la nada misma. Su mirada lo consumía todo. Yo, ahora mas tranquilo, tomé mi taza y me la llevé a la boca, di dos sorbos cortos y tragué la nada misma. A continuación giré mi cabeza y vi a María en la misma posición, parecía que se achicaba cada vez más, cuando entré era una señora, haciéndo el café fue adolescente, sentada aquí al lado mío hace unos minutos era una niña, ahora iba lentamente ingresando al vientre materno y a lo único que se parecía era a un feto en plena etapa de gestación. Me asusté y me dije, quizás en los próximos minutos vuelva a nacer.

martes, 6 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XVIII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Primera parte...

Me prometí escribir luego de verla. Esa promesa me sirvió de trampolín, me dio fuerzas a saltar al vacío. En su momento, hace unas horas, me temblaban las piernas, me temblaba absolutamente todo el cuerpo y cada uno de mis pelos se erizaba ante la simple idea, remota, descabellada, ilusa, de ir a verla. Esa promesa fue lo único que me serenaba, fue lo único que me dio fuerzas, una simple promesa conmigo mismo. Aquí la estoy cumpliendo, sólo para asegurarme que no se rompa el hechizo (aunque para serme sincero mis nervios aún no se aplacan). Sin saber bien cómo llegué a la puerta de su departamento, vi el colosal edificio y me apabulló la idea de verla entrar en ese preciso momento. Por suerte eso no sucedió, ni en ese momento ni en los veinte minutos que estuve sentado en las escaleras de mármol de ese viejo edificio con la única compañía de mis Gitanes. Finalmente, anclado en mi promesa, me levanté y encaré el set de timbres que se alzaban ante mis ojos como si de una consola se tratase, la consola de la lista de temas de la mas insólita de las fiestas. Busqué el piso y el departamento y apoyé mi dedo sobre el timbre. No lo presioné. Al menos por cinco minutos, o más. Eran cerca de las diez cuando por fin, jurándome unas cuantas líneas en mi diario como si de un pacto con el diablo se tratase, apreté el timbre. Al instante, sin darme demasiado tiempo para arrepentirme se escuchó una voz dulce y clara que decía simplemente “¿Si? ¿Quién es?”. Alejandro respondí. Silencio. Las hojas caían de los árboles lentamente y se aplastaban contra el pavimento. Los autos rugían allá en la avenida. El mundo seguía girando. “¿Alejandro...Alejandro? Ale...?”. Sí respondí. Y el mundo siguió girando, y los trenes siguieron andando, y las bolsas siguieron facturando. “Pasá, subí”. La puerta hizo un ruido y la cerradura se desbloqueó, al segundo yo ya estaba en el hall del edificio, intentando creer que lo que estaba haciendo o por hacer o lo que ya había hecho no era una locura. Me costó creermelo pero misteriosamente me dije que no, que no era una locura, que era “necesario”. Así me adentré en el ascensor y presioné el número del piso de María. Cuando llegué, descorrí las puertas del ascensor y la vi ahí, parada en el pasillo, fumando, mirándome, esperándome, preguntándose qué demonios estaba sucediendo en ese preciso instante del tiempo en el que los relojes pararon y se abrió un espacio en el continuum espacio-temporal que dejó entrever dos siluetas recortadas en la oscuridad de un pasillo a medio transitar, un pasillo entre dos almas, entre dos mundos, entre dos o más o miles de millones de latidos. “Hola” dijo. Hola fue todo lo que respondí y agaché la cabeza como casi siempre que María me miraba. No la veía desde hacía por lo menos diez años, pero mi recuerdo de ella era el fiel retrato de lo que estaba viendo en ese preciso momento. “Vení, dale, pasá” me dijo invitándome a entrar en su departamento. Eso hice, la seguí hacia las profundidades de ese mar en el cual ya no era un náufrago sino un capitán desconsolado hundiéndose junto con su nave sólo por el hecho de no abandonarla. Tuve tiempo de pensar un segundo mientras trasponía el umbral de su puerta, me dije no Alejandro, no abandones ahora, no lo hagas, ya estás acá, apostá fuerte, acordate de la promesa. De ese modo entré, levantando la cabeza y mirando al frente.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XVII. Horacio Iturralde. Hamacándose en su mecedora, mirando la enredadera al lado del viejo olmo en el centro del jardín.

Nunca supe si era cierto que el diablo sabía más por viejo que por diablo. Sinceramente, a estas alturas, da exactamente lo mismo. La cuestión es que el diablo sabe, punto. ¿Y a cuento de qué viene esto? No lo sé, quizás quiero dejar por escrito una frase que vengo usando mucho últimamente, se la dije a mi nietita de 10 años hace un par de días, también recuerdo haberla pronunciado saliendo de la casa de su madre, mi hija, ese mismo día, y también recuerdo haberla pensado en el funeral de mi esposa hace ya unos meses. ¿Raro no? Esa frase en un funeral, roza lo cliché, la muerte, el diablo, la vejez. Empalagoso. Redundante. ¿Siniestro? No. Simples pensamientos. ¿Funestos? No. Simples atribuciones libres de la mente en estado efervescente. ¿Atribuciones correctas? Tampoco. Se supone que uno debe guardar luto hasta dentro de su propia cabeza, sobre todo si la razón del luto es la compañera que alguna vez en la vida uno escogió y se prometió morir antes que ella. Siempre uno prefiere morir antes que la persona que ama, hasta el mas egoísta y canalla no soporta la idea de ver a su ser querido llorándolo desconsoladamente (sea por compasión, remordimiento o necesidad, o simple comodidad). Mi caso es que ella murió antes que yo y de ese modo se alteró el orden del cosmos. Ahora sólo me dedico a vivir lo que queda, que dicho sea de paso viene de regalo. Quizás ya esté muerto o quizás no, lo mismo da. Puedo decir aquí que la muerte de la persona que mas amé (y amo) en el mundo me permitió abrir ciertas puertas y pasadizos hacia lo desconocido. Por suerte a los viejos, lo que nos sobra es tiempo, al menos hasta que ya no corra mas. En este caso, a fin de cuentas, nada importa ya. Puedo decir lo que quiera, cierto o falso, oscuro o cristalino, pensamiento o corazonada, sea lo que sea, en este diario no entra la ética ni la moral. Yo estoy viejo y los viejos, como el diablo, saben mucho.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XVI. José Enrique Palacios. Confitería La Alpina, Bariloche, una mañana como cualquier otra mañana de verano.

Sentado frente a un tostado de jamón y queso y un café con leche. Sólo me queda escribir en este diario antes de salir por la puerta de madera que estoy viendo. Antes de hacerlo voy a dejar en claro, ante mí mismo, un par de cosas. Se acaba de ir J. Me dejó con el sandwich a medio comer y a medio camino entre mi boca y el estómago, el café se enfrío, entre otras cosas que ya estaban frías desde antes. Aquel abrazo fue correspondido, sí, pero al parecer fue solamente eso, un triste, fuerte, caluroso y simple abrazo. Uno no puede vivir de abrazos, ni de sueños perdidos en algún lugar del tiempo, pero claro, eso recién lo puedo empezar a prefigurar ahora. Hay cosas que todavía no entiendo y quizás nunca lo haga. J es adorable y yo sinceramente un incrédulo. Me cuesta entender como uno puede ser presa de sus propios sentimientos y no poder salir de ellos. Así me siento hoy, una presa acechada por un buen cazador, por uno de esos cazadores que antes de matar al ciervo rezan una plegaria para pedir perdón por la acción que todavía no han cometido. Quizás para él haya consuelo (y está bien que así sea) pero, para la presa, jamás lo habrá. La vi salir hace unos momentos por la misma puerta que ahora estoy viendo y que en escasos minutos me verá a mi también atravesarla, y lo que pasó por esa puerta, rumbo a las calles todavía frías del verano incipiente, no fue una persona de carne y hueso, no fue un saco de huesos en un cuerpo (hermoso) de mujer, no, fue la sombra de algo que se rompió hace mucho tiempo, el chasquido de los dedos de Dios. Intentaré volver a verla, por todos los medios que tenga lo intentaré. Pero, aunque ya nadie crea en Dios, él sigue siendo implacable.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XV. Juan Martin Varela. Madrid, un cuarto de hotel sobre la Gran Vía.

La conferencia no fue lo que suele llamarse un éxito. La verdad que fue mucha menos gente de la esperada, y mucha menos aún de la que me había vaticinado la editorial allá en Buenos Aires. En este punto no me doy por sorprendido, ya perdí la fe en esas empresas que dicen entender algo sobre cualquier cosa y de lo que menos entienden es de literatura. Pero sí fueron sorpresivas ciertas coincidencias. Haberme encontrado con viejos y viejas compañeras de la universidad fue lo de menos, con ellos intercambiamos unas cuantas palabras, buenos augurios, recomendaciones, autores nuevos, viejos, los de siempre, los de antes y los de ahora, y no mucho mas que unas cuantas copas en un bar cercano a Plaza Mayor. No, esas fueron coincidencias gratas si se quiere, casi siempre es grato encontrarse con pedazos humanoides de lo que uno fue en otra vida, con pedazos de historias pasadas, pedazos de aulas, de pasillos, de profesores, en fin, pedazos de vida. La coincidencia mayor (paradojicamente el centro de conferencias estaba a escasas cuadras de la Plaza homónima) fue encontrarme con ella, y sobre todo con él. A María hacía muchisimo que no la veía, también desde la época de esas hermosas cursadas y delirios literarios a la sombra del árbol del patio Puan. A él no lo conocía, pero sentí que lo conocía de algún lugar, claro que no le pregunté de dónde, ni tampoco me dejé ver importunado por su presencia. Cosas de las piedras, cosas de las piedras humanoides. Ella estaba igual, físicamente digo, porque su mirada no era la misma, su fuego arrasador, su noseque misterioso ya no estaba, era una mirada un tanto perdida, como de paseo por las estrellas. Sinceramente, y a nadie mas que a mi podría mentir en esto así que no lo haré ahora, no volví a sentir nada por ella. Lo que nos unió en su momento fueron cosas que por suerte se olvidan con el tiempo. El problema era él, parado erguido, mirando los edificios mientras nosotros hablábamos de viejas épocas pasadas, como haciéndose el distraído pero yo sabía que estaba escuchando y no sólo eso, sino oyendo atentamente. Había algo en su respirar, excesivamente tranquilo, pero excesivamente por lo forzado, yo sabía que no estaba tranquilo, ni él ni yo, pero no sabía ni supe ni sé por qué. Lo mas extraño fue que esto sucedió un día antes de mi conferencia, por lo que, nobleza obliga, los invité a presenciarla y, quizás luego, pudiéramos ir a comer algo y seguir rememorando el pasado (a mi solo me interesaba sacarle información a esa persona de tez oscura, pelo oscuro, ojos marrones y vestimenta algo desalineada). Las últimas palabras que nos dijimos fueron sí, venite, va a estar bueno, sí, obvio, como no, vamos a estar ahí (cara de sorpresa mía) claro, los espero, si perfecto, después vamos a comer algo (lo dijo ella!) si, estaría bueno, perfecto entonces, saludalo Mario (el tono imperativo fue lo que me desconcertó) claro, adios! Adios dije yo, sin saber que no los volvería a ver.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XIV. Diario de María Santisteban. Su departamento, un miércoles cerca de la medianoche.

Hace exactamente doce minutos que se fue de casa y once desde que abrí mi libreta. Hace casi cinco minutos que escribí la primer H. Hace dos horas que estoy confundida. Hace dos horas y un segundo tenía otra vida. Hace dos horas sonó el timbre. Hace una hora y cincuenta y nueve minutos que no sé que decir. Hace una hora y cincuenta y nueve minutos y treinta segundos que pronuncié la última frase con sentido que recuerdo: "Hoo...la...Ale..¿qué hacés acá?"

lunes, 7 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XIII. Rogelio Segismundo Ortiz. Sobre un andén de la estación de ómnibus de Retiro.

De plaza Francia a Retiro, por suerte, no hay mas que unas cuantas cuadras. La Avenida del Libertador rumbo al bajo nunca me pareció tan extraña, tan lejana. La sola idea de saber que pronto, muy pronto, estaría sentado en un ómnibus rumbo a algún lado incierto me dejaba extremadamente - inusitadamente - tranquilo. Pude disfrutar del paisaje si podemos llamarlo así al escenario porteño un viernes por la tarde. La gente seguramente volvía de sus trabajos, rumbo al norte, allá lejos, donde seguramente los esperaba su familia, un plato de comida caliente o simplemente una cerveza en algún bar de mala muerte, las cosas simples de la vida porteña. Mi caso era, y es, completamente el contrario. Quiero alejarme del centro neurálgico de la ciudad por una buena temporada. Así, sin pensar demasiado en nada, llegué a Retiro y me puse a inspeccionar las boleterías para decidir, ahora sí, a qué lugar transportaría mi saco de huesos. Sin dar muchas vueltas me decidí por la costa Atlántica. Salía un viaje a La Lucila del Mar, aquel pueblo tranquilo y desprovisto de problemas que podía recordar de mi infancia, la infancia un niño feliz. ¿Qué mejor comienzo que ese? No lo dudé un instante y pagué mi pasaje en la boletería. La chica que atendía sé que me miró de reojo con algo de desconfianza o tal vez de intriga. ¿Quién era aquel hombre alto, entrado en años, sin equipaje, parado allí, pidiéndole un pasaje a un pueblito tranquilo e impasible perdido en las costas frías del Oceáno Atlántico? Quizás me pareció a mi simplemente, pero pude observar un destello en su mirada un tanto inusual. La chica era joven, bastante mas joven que yo, rubia platinada, teñida seguramente, de unos ojos verdes profundos, que hasta me hicieron pensar que debería haber buscado trabajo en algún otro lugar, una casa de ropa de moda de la Avenida Santa Fe quizás, o de secretaría en algún importante bufete de abogados. Simplemente no cuajaba con el entorno. Pero, como dije, quizás solo fue mi parecer y mi posible estado de susceptibilidad en el que me encontraba el que me jugaba una mala pasada. Dejé de lado las cavilaciones y compré el maldito pasaje. Me di vuelta, le agradecí y me fui. Ella sólo contestó: buen viaje. Y esas palabras, por simples que sean, cayeron como gotas de agua en un alma muerta de sed. No me di vuelta, no dije nada, pero sentí que mi labio esbozaba una tenue sonrisa, de esas que hacía rato no aparecían, esas sonrisas socarronas, como diciendo: sí, ya sé. Y acá estoy, sentado en un banco desvencijado, esperando que llegue el ómnibus que me saque un poco del humo de la ciudad. Al menos que me distraiga un poco, que me aleje un poco de la tempestad en la que estuve inmerso todo este último tiempo. El mar estaba agitado, pero mas agitado estaría allá, en la costa, ese sería un mar real, no sólo un mar poético-metafísico. En ese momento super a ciencia cierta de qué se trataba todo esto. Algo así como de volver a encontrar alguna parte de mí olvidada en alguna vuelta de la vida. En ese momento saqué mi libreta y anoté mis pensamientos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XII. Horacio Iturralde. Sentado, hamacándose en su mecedora, mirando el viejo olmo en el centro del jardín.

Las costumbres parecen no pasar de moda. Años tengo muchos. Historias más, y letras todavía más. En algún momento del viaje dije basta, y dejé de contar los atardeceres; sólo me dediqué a contemplarlos. Desde ese momento, aquel único momento, aquel instante que lo recuerdo como si fuera hace menos de un minuto, mi vida justamente transcurre, en su caída inevitable, perdiendo altura a cada momento. Pero, que conste en actas, esto no me produce mas que una enorme felicidad, o al menos, una inmensa sensación de estar viviendo. Lo que no es poco decir. A mis 80 años todavía tengo pulso para escribir, y, misteriosamente, me sobran las ganas de respirar. Mi cuerpo es viejo, claro, quizás mi mente también, sinceramente no puedo dar cuenta de eso. Tampoco creo que le interese al que le caiga en manos este diario cuando mi cuerpo se aburra de mecerse en esta silla, de respirar el fresco de las mañanas, cuando seguramente el olmo ahí enfrente escuche el ruido de las hojas al caer. Lo cierto es que quienquiera que abra, por la razón que sea, este sencillo diario no encontrará ningún testamento ni ninguna verdad revelada, mucho menos consejos ni ayudas ni mapas. Encontrarán las letras de un hombre viejo, de un hombre a fin de cuentas. Si todavía le sigue interesando la simple historia de un hombre, entonces podrá seguir leyendo, visto y considerando que todavía mi cuerpo parece responder bien a las instrucciones que mi cabeza le da y, por suerte todavía, puedo seguir escribiendo. Hay cosas misteriosas que ni los años las revelan, esas son las que le interesan a este puñado de arrugas que sus padres convinieron en llamar Horacio. Creo que ahora entiendo por qué siento que me he pasado la vida escribiendo. Los misterios no se dejan escribir, ni siquiera la poesía los capta. Sin embargo, el hombre es un misterio, el único misterio que cree poder conocerse a sí mismo. A eso, algunos lo llaman búsqueda, otros simplemente esperanza.

lunes, 11 de julio de 2011

Diarios de Viaje

XI. Diego Peralta Pereyra. Sentado sobre la arena de la Playa Brava, mirando al oceano pacífico. Iquique, Norte de Chile.

Veo poesía en todas partes, y como ahora veo la poesía puedo escribirla. En realidad no importa si uno la escribe o no, la poesía es, no existe. Allá donde rompen las olas hay poesía y acá donde los granos de arena se amontonan junto a mis dedos flacos también. Hay poesía en todas partes, la puedo ver en el atardecer, en ese inmenso sol-poesía que se oculta de a poco bajo el mar, como hundiéndose. Igual se hunde la poesía en algún mar. Entonces, también hay poesía bajo el mar.

Ahora que veo la poesía puedo decir lo que la poesía es: la poesía es poesía y más-que-poesía.

lunes, 23 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

X. José Enrique Palacios. Cabaña de alquiler cerca de la subida de los pinos. Bariloche.

Vine a Bariloche básicamente por dos cosas: por trabajo y por literatura. O por materia y vida que es mas o menos decir la misma cosa. La materia funciona bastante bien, sobre todo a fin de mes. La vida es flujo y como tal, es movimiento. Ahí ya no puedo hacer un juicio de valor, simplemente la vida se mueve por otros senderos. Viaja en otros trenes no respeta estaciones ni terminales ni paradas intermedias. He estudiado que la vida es vida y mas que vida, una cosa un tanto rara pero filosóficamente preciosa. Se podría decir que si la vida es a la vida lo que la poesia es la poesía entonces vida y poesía serían mas que vida y mas que poesía. Indescifrable pero hermoso. Es así como decido, sin saber bien por qué, romper la cristalinidad de la hoja en blanco, sólo obedeciendo un caprichoso impulso interior, un arrebato poético-metafórico (uno de tantos). El simple hecho de garabatear formas con forma de letras y letras con forma de palabras y palabras con estilo de oraciones y oraciones con intenciones de párrafos y párrafos con esperanzas de algo; algo que jamás sabré qué será hasta ese inefable momento arbitrario en que me dicido a ubicar un punto final.
A no precuparse por ello todavía.
Simplemente, supongo, que será una hoja más. Un esbozo de algo sin terminar, que paradojicamente, ya empezó. Y, como no tiene final ni lo tendrá (por mas punto que exista), tampoco puede esperarse que tenga un comienzo. Las letras y la vida van por el mismo camino, (me) lo digo y (me) lo repito. La literatura no empieza, tampoco termina, sólo dura, dura lo que los latidos decidan, lo que dura el pulso vital. Más allá es el misterio. Y aquí permítanme decirles: no importa mas nada que el movimiento. Tiendo a ver líneas entre dos puntos aunque la geometría no me lo indique. Tiendo a ver, aunque la línea no esté trazada, la infinita cantidad de puntos que la constituyen. No quiero aquí reivindicar la geometría (euclidiana o no-euclidiana), sólo pretendo justicia poética; ¡que no se desmerezca el trabajo aplicado a cada punto! Trabajo de hormiga si los hay, o trabajo de puntos, o trabajo de vida. Entre un punto y otro de la vida entonces tenemos tiempos y espacios, sucesos y momentos indefiniblemente etéreos, pero, vivos. Sé que las palabras no son mas que fijaciones de lo móvil, sé que no son más que conceptos que limitan y destruyen el movimiento del que tanto abogo. Pero, sinceramente, no le encuentro otra forma, me sale así. Antes buscaba los comienzos de los ríos, los afluentes de la vida el delta del paraíso. Hoy sólo me queda el río. ¿Espermatozoide o ceniza? ¿El huevo y la gallina o el big-bang? Nos enseñan que las díadas son indisolubles, antagónicos los conceptos y objetivas las clasificaciones. Yo no enseño nada, arbitrariamente los mando a la mierda. Todo se funde al tiempo que respiramos. O vivimos. O escribimos. Y esto que escribo aquí en mi diario no es mas que la muestra cabal de lo que estoy diciendo. Articulación de palabras y frases y afuera las plantas floreciando a pesar del invierno en retirada. Esto es todo lo que puede ser dicho por ahora y no será lo último ni lo definitivo. Siempre hay tiempo para desdecirnos pero primero habrá que arrojar la primera piedra. Yo me la tiro a mi mismo en este solemne acto. Ahora sólo me resta juntar los pedazos de sueños que me quedan y volver a jugar sobre el tablero. Por suerte, sí, por suerte, este juego nunca termina. O todavía no empezó, que al caso viene a ser mas o menos lo mismo.

Memorandum posdata: Vivir poéticamente. Inhalar sentimientos - exhalar poesía.

lunes, 16 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

IX. Diario de Alejandro Vega. Un café al lado de la Municipalidad de Vicente López. Un cortado con una cucharada de azúcar y el diario del día.

"¿Te acordás de aquellos poemas recitados bajo los eucaliptos pelados de la plaza de Olivos? El suelo todavía debe estar cubierto con las mismas hojas amarillas de aquel frío otoño. Los bancos, todavía se deben acordar de nuestra risa." Esas son las últimas palabras de la carta que recibí de María hace exactamente una semana y que ahora, como si fuera una de aquellas hojas de otoño, yacen sobre el suelo, ya no de la plaza, sino de mi departamento. Todavía, para ser sincero, no sé si me sorprende mas el hecho de que me María escriba después de 10 años sin saber nada de ella o de recibir una carta en papel, con destinatario y remitente, a la vieja usanza. Ambas cosas escapan a mi poca pero profunda reflexión. Sí, estoy desconcertado. La desesperación ya no es un problema, porque a ella no se sabe como se llega y mucho menos se sabe bien como escaparle, por ende, es dificil decir que uno ya no está desesperado (siempre que uno lo haya estado, claro). Quisiera saber como consiguió mi dirección. Aunque, en realidad, no me importa. No me es fácil comprender, esto sí, por qué razón la escribió, mucho menos, por qué la envió. Siempre tuve gratos recuerdos de ella, pero por qué ahora, por qué justo ahora. No lo sé, y sospecho que nunca lo sabré. Ese no es el caso tampoco. Acá la cosa es que yo después de una semana no le he contestado, pero, ¿debo hacerlo? ¿quiero hacerlo? Claro que todavía no me decido, sin embargo a veces me dan ganas de saber como está, que le pasa, como vivió estos años, con cuantos hombres se acostó, cuantas estrellas le hicieron contar, en cuantos cuartos de hotel distintos durmió. O no saber nada, o simplemente saber si es feliz. No le escribo porque no me decido a escribirle, aunque sí me decido a escribir en este diario (lo lógico sería hacer economía de letras y unificar posiciones). Hasta me dan ganas de volver a la plaza de Olivos, a ver las hojas amarillentas del otoño esparcidas por el piso de piedritas rojas, a sentir los olores del invierno venidero, a sentir el frío aire de la tarde entrar por cada uno de mis poros. A encontrarme con una chica de 16 años, sentada con sus brazos cruzados, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, con la mirada perdida sobre un libro de Cortázar cerrado sobre sus piernas. Me dan ganas de llegar por detrás, taparle los ojos, y estamparle un beso en la boca al tiempo que gira la calecita a unos escasos 20 metros, con los chicos diviertiéndose a ver si consiguen de una buena vez por todas (lo mismo piensan sus padres) esa maldita sortija que los tiene mareados y dan vueltas agarrados a un caballito de madera inútil ante la mirada de sus padres preocupados, como si la fuerza centrífuga ejercida por el centro de la calesita pudiera expulsar a sus hijos por los aires, rogando quizás que suceda para que vuelvan a sus brazos y no estén a la deriva, dando vueltas y vueltas en una calesita que les hace dar cuenta que cada vuelta es un minuto menos que van a poder disfrutar de sus hijos, y, en ese momento, mas que nunca, piensan en el adjetivo posesivo que da cuenta de la propiedad que tienen sobre esas criaturas que tarde o temprano dejarán la calesita (por aburrimiento, agotamiento o simple desidia) y subirán a otra calesita mas peligrosa, y luego a otra aún mas peligrosa, y todas, todas las calesitas cada vez girarán mas rápido y se darán cuenta, los padres, que esa fuerza centrífuga no los arroja hacia sus brazos sino hacia delante, hacia la vida, lejos de ellos, lejos de sus arrugas y lejos, muy lejos de ese adjetivo posesivo que repiten y repiten hasta el hartazgo; y al fin de cuentas ya no les importa nada de nada, porque ellos saben a diferencia de sus hijos que la sortija no existe, o que nunca puede ser alcanzada (sino se acabaría el juego, o el negocio), que, al caso, vendría a ser lo mismo.

sábado, 14 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

VIII. Juan Martin Varela. Jardines de Atenas, cerca del puente de la Almozara. Zaragoza.

Estoy en Zaragoza, hoy recorrí varias de las calles de esta ciudad y no sé por qué extraña razón de lo único que me acuerdo y de lo único que deseo escribir es de algo que encontré escrito en una pared: "...escribiremos nuevas reglas, esta es la primera de ellas, está prohibido prohibir". Sí, claro, sé de quién es la frase y no resulta extraño encontrarla justamente aquí. Estoy feliz, debe ser por eso, me siento libre, y las casualidades no existen. Hoy me sentí escribiendo esa pared, es más, si hubiera tenido un aerosol seguramente le hubiese agregado un "sí". Mañana escribiré mi diario, de hoy sólo quiero recordar el maravilloso momento en que fui libre y recorrí cada milímetro del trazo de ese aerosol como si fuera una hormiga, un insecto, una ameba; como si la vida misma estuviera allí escrita. En fín, hoy no importa lo que vine hacer aquí, por hoy me doy por satisfecho, vuelvo al hotel cantando bajito.

sábado, 7 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

VII. Rogelio Segismundo Ortiz. Sobre el césped de alguna parte de Plaza Francia, Buenos Aires.

Hoy no me vi al espejo, fue pura casualidad. Ni bien me desperté salí corriendo del hotel, así vestido como estaba, sin desayunar, sin saludar a nadie. El aire puro-impuro de la ciudad me devolvió un poco las ganas de escribir. Así llegué hasta esta plaza, hermosa plaza, vieja conocida. Echado sobre el césped, apoyado sobre mi codo izquierdo para poder escribir con mi mano hábil sobre este diario, sencillamente me tiene ocupado. Y eso es bueno. Por suerte en las plazas no hay espejos, no sé donde me refugiaría si así fuera. Sentir la humedad sobre mi espalda me mantiene despierto, y sobre todo saber que esa humedad es extraña a mi cuerpo, me viene por fuera, ya no simplemente de mis laceradas glándulas sudoríparas. Acá pasa de todo, demasiadas cosas, no podría ni siquiera empezar a enumerarlas. No lo voy a hacer tampoco. Quizás exista algo por fuera de mi mismo, quizás exista un mundo, una realidad digna de ser observada. O indigna, no importa, lo mismo da, lo único que importa es que acepte su existencia. Quizás así deje por un momento de verme al espejo (o ansiando verme). Sería muy bueno que eso suceda. La verdad que los espejos ya me tienen un poco harto, y sobre todo estos ojos, mis ojos, ya me los conozco de memoria. Quizás sea tiempo de ver para fuera.

martes, 3 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

VI. José Enrique Palacios. Bariloche, Río Negro. Base del Cerro Catedral.

Llegué hace unos días a la terminal y como era de esperarse (era lo previsto) me esperaba J en la estación de ómnibus. Yo sabía que algo estaba mal o que todo ya se había hundido (como si de algo en el lago se tratase) pero supongo que habré creído que algo podría cambiar, mejorar, que algo habría entendido mal, que algo se me hubiese escapado, olvidado, confundido. Es obvio que algo se me escapó, se cae de maduro que soy bastante ingenuo. J es una mujer de esas que siempre me gustaron, independientes, frías pero en el fondo cariñosas, duras como una piedra por fuera pero calientes como magma volcánica por dentro, siempre a punto de estallar. Así siempre me gustaron las mujeres, las mujeres-bomba. La cosa es que J era una bomba de relojería, tenía tantas partes, tantos mecanismos, tantos cables rojos, azules, amarillos, bordó, violetas, verdes, blancos, negros, que era imposible descifrar su lógica de desactivación. O quizás no era imposible, sino que yo nunca la entendí. A la lógica claro, a la mujer sí la entendí, pero entenderla a ella no era nada, entenderla a ella sin entender su lógica era como intentar entender el funcionamiento de una bomba de relojería sin ser relojero ni experto anti-desarme. Con esta bomba me encontré ayer, en la terminal, con esta bomba erguida, parada sobre sus dos pies, sus zapatillas de lona blancas, acompañadas por encima por unos jeans azules gastados y uno de sus clásicos puloveres anchos que solía usar cuando estabamos juntos. Fue hermoso volver a ver esos pelos castaño claros recogidos por una colita fucsia y de fondo el Nahuel Huapi. Una postal. Tentadora postal invitando a zambullirse en ella, abierta de par en par, invitando al naufragio o al éxtasis o a la locura. O a la vida misma. J me miró, y en ese segundo, en esa milésima de segundo lo supe, supe que la foto no era mas que un recuerdo. Las fotos nunca son la realidad, las postales nunca son los lugares por los que pasamos: son el producto del trabajo de alguien que se tomó el tiempo de sacar esa foto, imprimirla, ponerle un lindo recuadro y distribuirla para la venta, para que gente como nosotros, simples turistas (cantaría un zaragozano con vos prístina: los turistas de la belleza) la compremos en algún kiosko de estación terminal de ómnibus sin interesarnos por mas nada que por recordar en algún futuro, lejano o cercano, que pasamos por un hermoso lugar llamado “vida”. O Bariloche, o Trenque-Lauquen, o La Plata, o Pergamino, o La Quiaca, lo mismo da. La postal no es la vida, la postal es la postal. El recuerdo del transito perpetuo. La certeza de la vida y la amargura del sufrimiento. J y el lago eran una postal y yo un simple turista de la belleza. Al bajarme del ómnibus corrí y la abracé, claro, y el abrazo fue correspondido.

viernes, 29 de abril de 2011

Excurso Poético III

El presente es la postal de algún sitio visitado,
junto a un ser amado.



"Qué lejos estoy del suelo donde he nacido / inmensa nostalgia invade mi pensamiento / y al verme tan solo y triste cual hoja al viento / quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento." (Canción Mixteca)

domingo, 24 de abril de 2011

Excurso Poético II

Hombres perdidos entre hombres
buscando cada uno
sus propios caminos,
sus propias sendas.
Hombres perdidos en la tierra,
buscando buscan
sus propias búsquedas.

Sus pelos erizados
captan todas las señales
son hombres receptores.
Pestañean y abren mundos.
Hombres perdidos en el mundo
viajando a velocidades-luz,
los hombres-rayo.

Sencillos, austeros, veloces
así son los hombres-tierra,
esos que se pasean
descalzos
levantando polvaredas.
Hombres perdidos en la tierra
sin santo ni seña,
la búsqueda es su norte
irremediablemente
hombres.

martes, 12 de abril de 2011

Excurso Poético

Poesía-intermitente
versos en todas partes
llueve un mar de palabras
como-poesía.
Todo parece ser literatura
poesía-velador
la dictadura binaria
el si-no y el sino.

Si a la poesía
no al sino.

Que llueva
que lluevan letras
que caigan soretes de punta
si enchastran mejor.

Sí a la poesía-velador
si al prende-y-apaga.

Al fin de cuentas
es mejor que nada.

domingo, 3 de abril de 2011

Diarios de Viaje

V. José Enrique Palacios. Bariloche, Río Negro. Apoyado contra una roca sobre la playa del barrio Melipal.

Es un gran día de sol. Este lago entre el cielo y las montañas es sencillamente impactante, a uno no le entra en la cabeza como puede ser que tan abismal cantidad de agua se mantenga junta, fría, azul, inexpugnable, albergando tanta vida ignota en su interior, ocultando trastos viejos de historias olvidadas, sirviendo de ruta para pequeñas embarcaciones, sirviendo de inspiración para pequeños poetas. Es un gran día de sol, acompañado de un gran lago.

Creo que al fin de cuentas soy un poeta, digamos que un poeta intermitente. Un poeta-velador, que se apaga y se prende, algunas noches y los días de poca claridad. La poesía siempre la entendí como eso que a uno le surge de algún lado aunque no sepa bien de donde, como esa necesidad de violentar el blanco de un papel, sea cual fuere, para llenarlo de palitos y círculos y redondeles que se hacen llamar letras y espacios vacíos entre los mismos que, misteriosamente, se hacen llamar espacios. No nos olvidemos de los puntos, las comas, los guiones y todas esas cosas que sirven para que las así llamadas letras y sus consiguientes palabras cobren un sentido. Aunque pensandolo bien el sentido es lo que menos importa. La poesía va por otro lado, busca hacerse un camino en el camino interminable de la eterna búsqueda. Quizás es un artificio a forma de mapa, de bosquejo, de guía de pautas para no perderse para siempre, un ovillo desplegado al inicio del laberinto. Y el poeta es ese artífice de su propio camino, no sólo porque escribe, hasta puede ni escribir, hasta puede que ni sepa lo que escribe, o puede que sepa lo que escribe pero no sepa lo que quiere decir, sino también porque a medida que es y se hace poeta va haciendo, rehaciendo, andando y reandando su propio camino. Tiendo a pensar que la poesía y la vida, en algún punto, van de la mano, o lo que es decir mas o menos lo mismo, van por el mismo camino. Y todo esto sólo por admirar un lago, ven, eso es la poesía. Por más que esta vez esté escrita de corrido, en forma de prosa, o lo que sea, porque la verdad, para ser sincero, nunca entendí nada de estilos literarios ni mucho menos de rimas ni de reglas gramaticales. Salvo dos o tres que todavía me resuenan en la cabeza de la escuela primaria, ns o vocal, nv, mb. Alguna que otra cosa quizás recuerde, pero el punto es que no importa. Como tampoco me importa lo que vayan a pensar los que escriben poesía haciéndose llamar verdaderos-poetas, que por como se comportan se parecen mas a un científico que a un literato (Jorge Luis levanta los puños en el centro del cuadrilatero mientras Mario Santiago lo espera agazapado, este último lo mide y de repente le cruza un upper-cut inesperado, Jorge Luis lo había estudiado y sabía que ese era el mejor golpe de su adversario pero la lentitud de Jorge Luis es su talón de aquiles, cuando terminó de calcular la velocidad de aceleración del puño derecho de su contrincante y la fuerza de rozamiento que el aire imprimiría sobre su guante, éste ya lo había impactado con un tremendo derechazo en su pómulo izquierdo provocándole una estrepitosa caída sobre la lona). Siempre me cayeron mal esas personas, con su pedantería como escudo, pero claro, es una cuestión de gustos. La poesía va con la vida, no hay mas vuelta que darle, y la vida, se explica de muchas maneras, se la vive, se la siente, se la escucha, se la ve, pero jamás se puede saber a ciencia cierta como se la debe vivir. Esos poetas son el deber-ser de la poesía, yo soy un simple poeta. Y que le cueste a quien le cueste. En este caso soy un poeta introspectivo, estoy escribiendo un diario, a orillas de un lago, hermoso, enorme, azul, más azul que el mar azul, o más azul que sus ojos. Sus ojos de repente me hicieron recordarla. Como si a partir de una partícula elemental mi cabeza fuera reconstruyendo, poco a poco, la imagen viva de un elemento superior, mas acabado, mas complejo. De repente van apareciendo hoyuelos que reconozco como nariz, dos estribaciones por debajo de los huecos que albergan esos ojos azules que les doy el nombre de pómulos, una ranura carnosa, de color rojo carmesí que se estira, de este a oeste, y se estira, se estira un poco más hasta que deja mostrar por debajo de ella una hilera de algo así como huesos blancos, chiquitos, huesitos puntiagudos, algo recto algunos, algo pinchudo otros, que ahora sé bien que son dientes. Y así podría seguir describiendo hasta el cansancio como se va reconstruyendo esa cara en mi cabeza, después el pelo, los hombros, los codos, las manos, las dos sierras gemelas, el ombligo del mundo, el monte de venus y la fosa mas preciada de los espeleólogos, las largas rectas de carne, músculos y hueso que forman sus piernas. Y allí la tengo, en mi cabeza, pero ya con forma humanoide, allí la tengo a ella, parada enfrente mío sin decirme eso que sé que me tiene que decir, aunque no quiera, aunque no deba, aunque sienta que me va a hacer daño. Sé que me lo tiene que decir, lo dicen los cuencos de sus ojos azules, me lo dice el olor que se desprende de su pulover de lana recién tejido, me lo dice la colita que lleva en el pelo, me lo dice el color castaño claro de su pelo y su mirada triste pero hermosa. Su mirada lo sabe todo, su mirada sabe la verdad.

domingo, 27 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Cuarta parte

Una vez bañada me vestí, rapidamente sin pensar demasiado en qué me iba a poner, nunca fui muy histérica con la ropa. Me crucé el bolso, como de costumbre y miré el reloj: las siete y cuarto de la tarde. Que ducha rápida me di, pensé. Y así salí a la jungla nuevamente, sin pintura, con el pelo recogido, unas zapatillas y un jean, no me preocupé demasiado por eso, pero sí me preocupé porque mi celular tenga suficiente batería. Tomé el ascensor, planta baja, abrí la puerta y una ráfaga de aire caliente me pegó directo en la cara, todo lo que había logrado despabilarme con la ducha se esfumó al contacto con el mundo exterior. Otra vez el aire cancino y recalcitrante de la ciudad, otra vez las mismas calles, la misma vida, las mismas caras, todas distintas. Otra vez el ruido de la ciudad, una ciudad en llamas, siempre a punto de hundirse y siempre renaciendo. Caminé las dos cuadras que me separan de la parada del 152 sobre la avenida Santa Fe con la mirada perdida, supongo que cualquiera que me haya visto pasar me hubiese confundido con un fantasma, o una aparición o una mas de las mil caras porteñas. Subí al colectivo, pagué mi boleto y me senté en el único asiento vacío que quedaba, al fondo, a la derecha, del lado de la ventanilla, ni sé quién estaba sentado al lado, creo que un viejito de esos vestidos de traje a lo antiguo, de esos que uno piensa que sólo habitan en las novelas de antes de los cincuenta, un Adán Buenosayres. En fin, el viaje pasó rápidamente, atiné a ver el celular sólo para ver la hora, gran avance. Eran las veinte cuarenta y cinco y mis nervios estaban misteriosamente controlados. Como si nada toqué el timbre y el colectivo se detuvo junto al cordón exactamente veinte metros después de la esquina de Uriburu y Santa Fe. Me bajé. Prendí un cigarrillo, exhalé el humo y me dije, ¿que carajo hago acá? Parada en el medio de la vereda seguramente fui el chiste fácil de cualquier transeúnte. Una mujer fumando sola, en el medio del mundo, como si no hubiese mundo, como si nada ni nadie pasara por allí. Un alma sola dividida en mil pedazos, uno por cada segundo, uno por cada pitada, cinco por cada latido, diez por cada respiro, mil por cada pensamiento. Nuevamente mi cuerpo reaccionó primero que mi cabeza y así me encontré dando un paso, luego otro, hasta que todos mis músculos se pusieron en movimiento y movieron mis piernas para lograr un efecto parecido al de caminar. Sí, mi cuerpo caminaba, por Uriburu, rumbo a Marcelo T. de Alvear, pero mi cabeza estaba en La Quiaca. O en Nueva Zelanda. O en cualquier otro lado. Marte. Jupiter. El núcleo terrestre. Me dije basta, así no puedo seguir. Tiré la colilla del cigarrillo al piso, la pisé con fuerza con mi pie izquierdo y levanté la cabeza, como quien se persigna antes de un exámen, así, con aires renovados me encaminé hacia el bar de la esquina, ese que conocía bien, en ese en donde me iba a encontrar con no sé quien. En ese momento, a escasos veinte o treinta metros de la puerta del bar, pensé que era la mayor locura que iba a cometer, pero al instante se me escabulló una risita complice, como si mi inconsciente mi dijera, estás exagerando Camila, has hecho cosas peores. Me reí un poco mas fuerte y así entré al bar. Como era de esperarse había muchísimas mesas vacías. Los empleados se reducían a dos meseros que estaban dando vueltas por ahí, acomodando vaya uno a saber qué cosa en un estante, y algún que otro empleado más atrás de una barra con una caja registradora contando o haciendo que contaba un fajito miserable de billetes. El total de los parroquianos no llegaba a diez, una pareja de ancianos, adorables, tomados de la mano, un oficinista hablando por teléfono a los gritos, dos chicas mal vestidas con fotocopias y resaltadores sobre la mesa y en silencio, supongo que estudiando, un chico un poco mas chico que yo mirando por la ventana, y, en el fondo dos hombres mas, cercanos a los cuarenta, compartiendo una cerveza. Allí, en ese preciso instante, fue cuando me di cuenta que no sabía que demonios iba a hacer. ¿Iba a empezar a preguntar, uno por uno, quien me había escrito el mensaje? ¿Iba a sentarme sola en un costado esperando que alguien, por obra y gracia del destino o de la casualidad, se apareciera diciendo, hola yo fui el que te escribió el mensaje? Es lógico, hice esto último. Pensé que el único de los allí presentes que podía ser mi personaje incógnito era el chico que miraba por la ventana como abstraído, como poseído por las nubes de monóxido de carbono que emanaban los colectivos allá en la calle. Me dije si, el es el único que puede llegar a ser. O puede que no haya llegado todavía, al fin de cuentas son recién las veinte horas, muy puntual lo mío, bastante raro por ser mujer. Así fue que ordené un café con leche con una medialuna y decidí esperar unos diez o quince minutos. No habían pasado cinco minutos cuando veo mi celular y me asaltaron las ganas de escribirle preguntándole donde estaba, como podía ser que me haya dejado plantada, como podía hacerme esperar así, sola, en un bar cualquiera, a alguien que ni siquiera conocía. Por suerte no hice nada de eso, sólo miré la hora. Y así empecé a relajarme, a pensar que quizás todo era una locura. Y lo era, claro, quizás - y seguramente sería lo mas problable-, esta persona se habría dado cuenta de la equivocación y no aparecería nunca. Eso es lo que sucede hasta el momento, siendo un poco mas de las diez de la noche, sobre mi mesa sólo veo estas hojas que estoy escribiendo, un café con leche frío y una medialuna con dos mordiscos. El fantasma nunca apareció, pero tengo la esperanza de que sea el chico ese, que mira como si mirara mas allá de la ventana, que mira con sus ojos azules todos y cada uno de los fantasmas aparecidos de la noche porteña. O quizás no sea él y sea aquel, que entró hace unos quince minutos y pareciera que espera a alguien ya que ordenó dos cafés. O mejor aún, quizás sea aquel otro que está leyendo un diario. Aunque pensandolo bien puede que mi fantasma no haya llegado aún, quizás se retrasó, ya le preguntaré cuando llegue. Y si no llega no importa, de todos modos, es muy dificil que sea quien yo quiero que sea. Lo más probable es que no sea nadie, o sean todos. El chico de la ventana me acaba de mirar. Se levanta. Viene hacia mi. Pero sigue de largo, abre la puerta, sale. Lo sigo con la mirada a través de los ventanales. Pasa cerca mío, del otro lado del mundo. Me mira fugazmente y me analiza. Sé que es él, ahora lo sé, sí lo sé. Pero se fue. Pasó de largo y se fue.

lunes, 21 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Tercera parte

Un día más, un día menos.

Eso pensé e inmediatamente traspasé el umbral que separa el inmenso mundo exterior de la extensión de mi mundo interior que es mi pequeño departamento. O sea, atravecé la puerta. Una vez dentro apagué el cigarrillo mojándolo en la pileta de la cocina y luego arrojé la colilla en el cesto de basura. Me di vuelta, atiné a dejar el bolso en el piso cuando escuché mi celular sonando, anunciando la calma (ansiolíticos) o la tempestad (pastillas de cianuro). El misterio se abrió de par en par. Una luz tenue o una llama o un semáforo. En la encrucijada mi mano sosteniendo el aparato de los mil demonios y a una tecla de distancia el cielo o el infierno, o el infierno y el cielo, o ninguno de los dos.

Nada de eso apareció en la diminuta pantalla, claro, lo que sí aparecieron fueron letras. Me costó ordenarlas debido a mi estado de excitación, pero cuando lo pude lograr pude leer lo siguiente: te espero en el bar de siempre, 20 hs. quiero verte...

Pero...pero...pero...

¿Y ahora? ¿Esto de dónde salió?

Camila, tus pies son de hierro. Creetelo.

Sí, tus pies no flaquearán jamás. ¡Quedate quieta carajo! ¡Pierna de mierda! ¿Por qué temblás así? Quedate quieta...quedate quieta...quieta...quieta...respirá...

Eso...eso...

Ahí vamos...me dije tomando una bocanada de aire que no me entró en los pulmones pero me bastó como para tranquilizarme un poco, abrir los ojos y sentir que todavía podía gobernar lo poco que quedaba de mis nervios, mis manos estaban tiesas, apretando ambas el aparato de plástico como esperando una instrucción, algo que hacer al menos, lo que sea, un cosquilleo, una señal, un guiño de ojo. Por fin pude comenzar con el envío de débiles pero consistentes señales nerviosas hacia las células receptoras ubicadas momentáneamente en las terminaciones de mis dedos para que se pongan en movimiento. Mi cuerpo se estremecía como el clítoris de una virgen estimulado por primera vez. Mi brazo era un manojo de cables eléctricos, sentí que mil millones de kilovatios de energía se concentraban en la yema de mis dedos flacos. Las uñas hacían las veces de escudo, yo creo que si ese día me las hubiera cortado, hubiese muerto instantáneamente electrocutada. Bueno, puede ser un poco exagerado, está bien. La cosa es que pude contestar el mensaje (¿por suerte?), y lo que pude llegar a escribir fue algo así como en dónde, o porque, o como, o quizás no contesté nada. Lo importante es que inmediatamente, con el teléfono todavía atrapado en mis manos, llegó otro mensaje. Sólo arrojaba al éter tecnológico una dirección: en el afiche dale, marcelo te y uriburu, 20hs, dale. ¿Dale qué? ¡Dale qué! Grité, esta vez grité fuerte, para fuera. Quiero decir, no me lo imaginé, lo grité a viva voz, mi garganta de repente se convirtió en un megáfono, y cuando abrí los ojos, unos ojos semi-concientes, los ojos intermedios, los ojos del intersticio entre el sueño y la realidad, me encontré sentada en el sofá, con el teléfono descansando sobre la mesa de luz situada inmediatamente a mi izquierda, a escasos quince o veinte centrímetros de mi dedo índice, y cuando giré la cabeza mi vista se chocó, literalmente, con el reloj que tengo en esa misma mesita, justo detrás de donde parece que apoyé el celular hace no sé cuantas vidas. Eran las seis y treinta y cinco exactas, claro, de la tarde, como todas las seis y treinta y cinco de la tarde. Mi cabeza misteriosamente empezó a trabajar, lenta pero eficazmente. Me levanté de un golpe del sofá y en el camino hasta el baño se fueron acumulando en el piso de mi departamento los pedazos de trapo que llevaba encima a modo de ropa: por allí terminó mi remera, mas allá el corpiño, a la izquierda, al costado de la estufa las zapatillas, ahí en el medio del pasillo quedaron las medias, y lo último que vi antes de cerrar la puerta del baño fue una bombacha gastada por el uso justo debajo de la foto de los obreros comiendo en una en las alturas, sobre una viga, sobre el cielo de Manhattan. Llegué a pensar en esos hombres, en lo poco que valían sus vidas y lo mucho que valían esas vigas de hierro, en las esposas que los estarían esperando seguramente al final del día, en la liviandad de sus cuerpos a nosecuantos metros del suelo, y también me pensé a mí, y me pensé como una mas, como una obrera más descansando en una viga a nosecuantos metros del suelo, con el cuerpo hecho aire. Entrando en el baño lo siguiente que vi fueron dos grifos, letra c y letra f de izquierda a derecha. En rojo y azul correspondientemente. La canilla con la letra f apuntándome, por obra de mi mano derecha, giró hacia la izquierda. Lo siguiente que sentí fue un chorro de agua fría golpeándome salvajemente en la frente. Cerré los ojos instintivamente. Un segundo de dolor. El dolor de las mañanas, el dolor despertador. El dolor de sentir que otra vez tenés el completo dominio sobre tu vida...

miércoles, 16 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Segunda parte

El sueño fue de lo más extraño (más aún que el mensaje, que no es poca cosa). Aparecía yo en una playa, supe que era yo porque me vi, me vi como desde arriba, en realidad era una especie de observadora de mí misma caminando por una playa desierta en pleno invierno (lo noté por el abrigo que llevaba puesto, un buzo tipo polar con cierre y capucha sobre mi cabeza). Bueno, la Camila que caminaba iba con la cabeza gacha, mirando el suelo, con las manos en los bolsillos del buzo y arrastrando los pies por la arena. No pude ver su cara (mi cara) porque desde donde estaba me la tapaba la capucha del buzo, pero supe, sí, supe, no sé como, supongo que por la extraña percepción de la realidad que se da en los sueños, que estaba llorando. También supe que esa playa era interminable y que la Camila caminante no tenía rumbo ni norte, sólo caminaba. Todo esto lo supe de una manera natural, irracional, lo que quiero decir es que no precisaba los ojos ni los oídos ni ningún otro sentido para percibir esas cosas, como que me llamo Camila que sabía que esa que caminaba era yo misma. Ahora, lo que me dejó perpleja fue de lo que me percaté cuando sí usé los ojos y los oídos: en vez de un par de huellas en la arena (que sería lo esperable en cualquier orden de realidad menos en el del sueño) vi dos pares, y en vez del ruido del viento y del mar se oía un llanto de niño, constante, interminable, imposible. Bueno, era imposible pero eso fue lo que soñé, no sabría qué significado darle, tampoco sabría si es necesario adjudicarle un significado a un sueño (para eso están los psicológos supongo). En fin, la cosa es que, como era de esperarse, me levanté sobresaltada, no llegó a sonar el despertador y yo ya estaba sentada en el borde de la cama, con ambos pies apoyados sobre el frío suelo de cerámica, cosa que me trajo más rápido a este mundo. Y empezó un nuevo día con mi cabeza echa un peón de ajedrez en un juego que no era ajedrez, un peón desorbitado, mucho más que perdido, extraviado en un tablero ajeno buscándole las reglas a un juego que ni siquiera sabía como se llamaba.

Claramente ese día la pesadilla no se disipó con la salida del sol.

Una vez despierta desayuné rápido, casi como siempre, y medio despierta, medio dormida, salí hacia el trabajo. No es un trabajo que me guste demasiado pero me deja lo suficiente como para pagar el alquiler, comprar algún que otro libro, continuar con mis estudios y hasta darme algún que otro lujo. No está nada mal, aunque a veces se pone un poco rutinario ser la recepcionista en un consultorio odontológico. Demás está decir que, estudiando letras, no es un trabajo que me interese demasiado. Supongo que a la corta o a la larga todos terminamos trabajando de lo que podemos, bah, que se yo, se dio esto y no me quejo, aunque sé que no quiero dedicarme toda la vida a llenar solicitudes y aptas médicas. En fin, como dije, la pesadilla me persiguió todo el día. A media mañana, después de unas cuantas tazas de café con leche, ya no podía discernir entre la vigilia y el sueño. Ya no sabía si seguía soñando o si ya estaba viviendo mi vida ordinaria. La cosa es que seguí respirando, casi por instinto, suponiendo que en algún momento iba a despertar, o quedarme dormida devuelta, que mas dá, en ese momento daba lo mismo. El día tenía que pasar. Y pasó, agitadamente pero pasó. Con los nervios hechos trizas y unas ojeras de los mil demonios pude cumplir con mis nueve horas laborales y pude, entre corridas y empujones, subirme al subte que me dovolvió a mi departamento cuando el sol comienza lentamente a ocultarse tras los edificios de la gris ciudad de Buenos Aires. Fue en el preciso momento en que atiné a buscar mis llaves en el bolso de mano cuando recordé los mensajes del día anterior. No es que haya podido desarrollar tan a la perfección la técnica del olvido, no, pero entre las idas y vueltas de la rutina diaria había dejado el incidente relegado a segundas instancias. Digamos que los alojé en algún sector de mi conciencia en una especie de estado de latencia, como si hubiese podido ponerme en stand by solo para cumplir con las obligaciones del día. Ahora bien, ni bien entré en mi departamento se levantó la compuerta y empezaron a caer las preguntas, una a una, como las mil moléculas de agua que caen por milésima de segundo de una cascada fría, pedregosa y prístina generando, allí abajo, los torbellinos de un río turbulento y tempestuoso. Los rápidos de la obsesión. Yo sin balsa ni embarcación, intentando esquivar piedras y escollos, surfeando sobre la superficie del río de mi intransigente locura momentánea. Intenté mantenerme a flote, lo logré, pero crecía a la par de mi alegría por seguir viva el miedo a la hipotermia. Entre la esperanza y el riesgo, en ese estado de incertidumbre metafísica entré en mi departamento a las 18:30 horas y encendí, inmediatamente, un cigarrillo...

domingo, 13 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

IV. Camila Sánchez Ordoñez. Mesa de un bar del barrio de Recoleta. Un cuaderno espiralado, un café con leche y una medialuna. Cerca de medianoche.


Primera Parte

Lo que me sucedió en estos días fue algo asombroso. Literalmente asombroso, fuera de lo común, extraordinario, extravagante. Para empezar voy a decir que recibí un mensaje de texto, hace ya unos días pero que bien podrían ser años, lustros, décadas, la memoria nunca fue mi fuerte. El mensaje sólo decía vení, nada más, de un número anónimo, de un número ignoto, de un número que no me sonaba ni remotamente conocido. Demás está decir que quedé perpleja, boquiabierta, como si el mundo dejara de rotar por una vez en la vida y se cayera de las tortugas que lo sostienen. Mi corazón creo, si creo, que dejó de latir, al menos unos segundos, lo que tardé en robarle al ambiente una bocanada de aire. Una vez sobrepasado el shock inicial me asaltó la intriga, de quién era, a qué se refería, por qué me lo había mandado, cuál era el sentido de todo eso. Y sí, un simple mensaje, pero no sé por qué (no me pregunten), jamás se me ocurrió la idea de que podía ser un mensaje equivocado, quiero decir, que el que lo haya escrito se haya confundido de número. A veces las respuestas mas sencillas simplemente no se dejan ver a simple vista, vaya uno a saber por qué, a mi ni siquiera remotamente se me pasó por la cabeza. Estaba segura que era para mi, aunque no estaba segura de nada más. La serie de eventos se desencadenó con la vertiginosidad de la ola de un tsunami. Bueno, volviendo al tema, en principio lo primero que atiné a hacer con lo poco de cordura que aún conservaba, fue responder al mensaje diciendo ¿quién sos? ¡Ay! Que estúpida. La respuesta a un imperativo la formulé con una pregunta. Histeria pura. En este caso: histeria sideral, cosmológica, energética. A una frase tan cargada de contenido le contesté algo tan trivial y banal como quien sos, la verdad, me siento una tremebunda boluda. Pero, como dije, estos días tuvieron mucho de muy extraños. Inmediatamente la respuesta fue dale, necesito verte. Uf, ahí mis ojos ya eran dos pares de yemas de huevo frito (de gallina grande), lamentablemente me encontraba parada yendo hacia la cocina, lo que desató la reacción en cadena: lo siguiente que recuerdo es mi celular escapándose de mis manos estrellándose contra el suelo de cerámica de mi habitación. Claro, se separó en unos cuantos pedazos, lo cual no fue gran cosa ya que los junté uno por uno y los volví a ensamblar hasta que otra vez los pedazos tomaron forma de teléfono, algo así como lo que sucede cada día con mi vida cuando suena el despertador. Una vez con el nuevo (el viejo) teléfono en mis manos, me dispuse a contestar, esta vez me dije, Camila no seas estúpida, escribí algo inteligente, y mis dedos se movieron dócilmente sobre el teclado y fueron configurando letra a letra el siguiente mensaje: ¿Dónde nos encontramos? Ahora sí me gustó mas. Enviar. Tiempo muerto. “El mensaje ha sido enviado”. Tiempo muerto. Explotó una estrella. Nada. Se apagaron mil soles. La nada misma. La respuesta fue la nada. La nada fue el silencio. Ese día no sonó mas el celular. Los primeros 10 minutos los tomé con calma, luego me hice un café, agarré un libro de la mesa de luz y me dije bueno Camila habrá que esperar, ya va a contestar (pero estoy loca!?), ya va a sonar ese maldito celular, tranquila, abrí el libro dejate de joder, eso seguro te serena un poco. Eso hice, abrí el libro en la página 87 (¿A qué se debe mi memoria para estos datos insignifantes?) e intenté empezar a leer. Digo intenté porque claramente las letras se me superponían, me salteaba renglones, releía frases enteras, me esmeraba por encontrarle el sentido a una historia que nada tenía que ver con la mía. Me encontré entonces con la mirada perdida en la pared, como buscando algo entre los dibujos del empapelado, pensando en el tiempo que había perdido desde ese último mensaje no respondido. Y no, no había caso. Cero poder de concentración, o todo el poder concentrado en encontrar la salida del laberinto de las miserias de la comunicación posmoderna. Maldije, maldije a todo el mundo, maldije a los chinos creadores de ese aparato de porquería. Quise romperlo, sí, lo quise arrojar por la ventana, también se me ocurrió enterrarlo, prenderlo fuego en el cesto de basura, desarmarlo en tantas partes que ya no pueda volver a ser ensamblado, escupirlo, arrancarle las teclas una a una a modo de tortura china (tengan de su propia medicina!), pisotearlo, putearlo, echarlo por el inodoro, hacer pis encima de él, regalarlo al primero que se me cruce por la calle. No hice nada de eso como es de esperarse. Al contrario, lo ubiqué en el altar de mi mesa de luz, justo encima del libro que no pude leer. Y prendí la televisión, bueno, que se puede decir, se repitió el proceso antes descrito. Los canales pasaban de uno en uno, terminaban y volvían a empezar, pasaron recetas mágicas para platos multimillonarios, partidos de la liga estadounidense de fútbol (y me enteré que también juegan al fútbol estos gringos), noticieros amarillistas, no tan amarillistas y noticieros oficialistas, pasaron videos musicales de bandas que duran menos que un helado de limón en cualquier heladería porteña cualquier 15 de enero, canales en español (de españa claro), en italiano, en alemán y hasta en hebreo. Pero claro, pasaban y pasaban y mi cabeza sólo podía pensar en ese primer mensaje. A qué se refería con vení? Esa otra persona me conocía? De dónde? Sería quién yo creo (quiero) que sea? O simplemente un desconocido? O un multiviolador serial? Asesino quizás? Demasiadas preguntas para tan poca información. En fin, resumiendo un poco, me quedé dormida. Vaya uno a saber como hice para en tal estado quedarme dormida, pero así sucedió, de repente sentí el rigor del peso de mis párpados sobre mis ojos y la llegada de esa especie de reminiscencia limboidea que antecede al sueño. Y así fue como en la serie de eventos extraordinarios se agregó un nuevo capítulo en el que mi cuerpo no intervino (estaba dormida) pero mi mente se fugó, se fue, se fue de paseo por la montaña rusa onírica...

lunes, 7 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

III. Diario de José Enrique Palacios. Algún lugar de la ruta 5. El último cartel que vi decía “Trenque Lauquen 22 km.”

Silencio. Silencio de muerte. Silencio de hospital a las 3 de la madrugada de un martes cualquiera. Pero este silencio no es en un hospital. Es un silencio de hospital en un micro de larga distancia rumbo al sur. Al sur del continente, mas al sur que el sur. Bueno, no tanto. Sólo digamos que rumbo a algún lugar de la Patagonia. Como tantas otras veces, en tantos otros viajes, me encuentro mirando por la ventanilla – casi siempre de noche – y no veo mas que estrellas (y claro si es de noche). Miento, también se ve algo negro, una masa oscura que se extiende interminablemente entre lo que imagino como suelo y lo que se me pierde como cielo. Es ahí, es en esa rendija en donde se me pierde la vista. Siempre me pasa, no sé porqué. Es normal que en esos momentos me den ganas de escribir, pero nunca puedo superar la barrera de la hoja en blanco. Miento nuevamente. La supero y no la supero. No soy un escritor compulsivo, en todo caso soy un lector compulsivo (me acompaña Bolaño sobre el asiento vacío a mi derecha). Sin embargo suelo escribir algún que otro poema, o algo que se le parezca. Me gusta mucho la poesía pero no he leído tanta. Quizás eso pueda ser visto con malos ojos por algún poeta justiciero, yo me considero un simple entusiasta. Quizás sea como ellos dicen: la poesía produciendo poesía que produce poetas que producen poesía. ¡Espero que sea así! Siempre tuve una afinidad particular hacía las frases circulares. Me gusta eso de ir y venir. Me gusta pensar que lo que dicen es cierto. Y si no lo es, no me importa, total que yo sepa no existe un diccionario de poesía (si alguien lo encuentra por favor quémelo). Y sin irme mucho por las ramas (justo pasa un árbol descascarado por la banquina) voy a decir simplemente que me vinieron muchas ganas de escribir. No es la primera vez. Supongo que no será la última. Una vez creo que soñé que me dijeron pibe vos sentate y escribí. No sé si lo hice o no. Pero supongo que en este momento lo estoy haciendo, en un micro de larga distancia rumbo al sur. Sale música por mis auriculares. Suena Nick Cave y sus malas semillas. Ahora sí, definitivamente muero por un cigarrillo.

martes, 1 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

II. Diario de María Santisteban. Su departamento, una tarde como cualquiera.

Ahora que lo pienso bien lo conocí cuando todavía eramos dos chicos. Allá por la secundaria. Alejandro era un compañero de curso, si, iba al mismo curso que yo. Es más, terminamos juntos, con fiesta de egresados, colación y todos los chiches. Yo fui siempre al mismo colegio pero él no. Sus padres eran del interior, creo que de Río Negro, pero no recuerdo de donde exactamente. Por eso, quizás, era un chico tímido. Bah, acá en la capital a cualquiera que no es extrovertido ya lo tratamos de tímido. Así las cosas. Bueno, sí, ahí lo conocí, habrá entrado al colegio uno o dos años antes que egresemos. Al principio nos sentábamos juntos. Cosas de chicos. Que te paso la tarea, que prestame los resúmenes, blablabla. Era un alumno promedio (y yo bastante traga como se decía en equella época), aprobaba ahí. La cosa es que nos hicimos buenos amigos. Sobre todo al principio, después, al terminar quinto año, nos dejamos llevar por nuestras hormonas adolescentes. En realidad no tanto. Digamos que primero nos pusimos de noviecitos, con besos, abrazos y peluches. Yo era virgen, gran problema (sobre todo en un colegio católico). Pero, siempre fui la rara del curso. Escribía, leía mucho, me gustaba la música, tocaba el violín, no iba a bailar, en fin, cosas raras para gente normal diría alguien por ahí. Así que no me costó mucho acostarme con él. Fue complicado, bue, como todas las primeras veces supongo. Pero con un poco de paciencia y cariño (llamemosle cariño) pasó lo que tenía que pasar. Quizás por eso también lo recuerdo tanto, Ale...era un ángel. Mas bueno que el té con leche. Yo creo que estábamos enamorados. En realidad, él estaba enamorado, el era simple, sencillo, puro. Yo era (seguramente sigo siendo) enroscada, complicada, un espiral enigmático. Yo no puedo decir que estaba enamorada pero sí puedo decir que lo que sentí por él no lo volví a sentir jamás. No lo puedo describir. Algo había, de eso estoy segura. Había “algo” lindo, descontracturado, desinteresado. Florecía sobre todo en las horas de la tarde cuando nos sentabamos en los bancos de la plaza de Olivos, o nos echabamos al sol a la salida del colegio en las “playitas” del rio (que de arena no tienen nada). Ninguno de los dos tenía verdaderos amigos en el colegio. Por eso también creo que lo nuestro duró lo que duró. Eramos dos peces de mar encerrados en un parque acuático. Aunque, para ser mas exactos (y seguir con la metáfora marina) si él era un tiburón, aunque pequeño, anhelando devorarse el mundo cuando crezca, y mientras tanto juntando fuerzas; yo era una raya, un chucho, uno de esos peces feos, que escarban los subsuelos marinos, con puntas, aguijones, veneno y mandíbulas de titanio. Fueron tiempos difíciles esos de la adolescencia. Por suerte lo tuve a él. No tenía amigas, ni amigos. Mi familia era un cúmulo de gente venida de Italia y de España, perdida en una Buenos Aires distinta de la que imaginaron, todavía con la idea de hacerse la América (a mediados de siglo veinte, que locura). Una familia todavía gobernada por los complejos de inferioridad de la clase media argentina y los ecos de un puritanismo católico oxidado. A mis padres no les puedo reprochar nada, en realidad, no les guardo ni rencor ni cariño. Yo crecí, hice mi vida. Fui, vine, hice, deshice. Anduve. Sigo andando. ¿Y Alejandro? ¿Dónde estará Alejandro en este preciso instante? Ni idea. Ni idea por qué me puse a pensar en él. Alejandro, un buen pibe. Quizás volvió al sur, donde sus padres. Ahora que recuerdo él me hablaba mucho de su pueblo, decía cosas como no te imaginás lo que es vivir en un pueblo, o acá están todos locos, o acá no se puede respirar. Siempre se quejaba del tumulto y el ruido de la gran ciudad. Pero no se quejaba de los teatros, los cines, las librerías y la universidad a la que después terminó yendo (y supongo que habrá terminado, no hablo con él desde aquellos tiempos). Ale empezó el ciclo básico de Letras en la UBA. Por la facilidad que tenía para el estudio yo creo que lo habrá terminado en lo que dura un suspiro (me estoy viniendo vieja usando estas frases). A mi me costó un poco más, yo empecé la carrera de letras con él, pero cuando nos separamos dejé todo. Habremos cursado juntos un cuatrimestre, no más. Yo ahí empecé a viajar, estuve por varios lados. Habré estado un año fuera de Buenos Aires, trabajando de cualqueir cosa, viviendo un poco, haciendo la hippiada adolescente. Buenas épocas. Post-traumáticas. La separación con Ale no fue un trauma estrictamente hablando. Al menos para mí. Yo necesitaba tomarme un respiro de TODO. Y lo hice, y no me arrepiento, aunque ahora con tanta agua bajo el puente quizás hubiese cruzado en canoa mas que nadando. Estoy casi segura que a él le habrá dolido más. Él era un tipo sensible, puro. Yo era y sigo siendo más dura. No es que no me haya importado, es más, hasta lloré y todo (a escondidas claro), lo que pasó fue que necesitaba conocer nuevos fondos marinos. Igualmente tengo los mejores recuerdos de Ale. Me ayuda mucho de vez en cuando pensar en aquellos poemas recitados bajo los eucaliptos pelados de la plaza de Olivos. El suelo todavía debe estar cubierto con las mismas hojas amarillas de aquel frío otoño. Los bancos, ay, ¡estoy segura!, todavía se deben acordar de nuestra risa.

jueves, 24 de febrero de 2011

Diarios de Viaje

I. Diario de Rogelio Segismundo Ortiz. Habitación sucia, desprolija, de algún hotel de alguna ciudad en algún tiempo.

-¿Y qué más da? - me dije innumerables veces, mirándome al espejo. Ya no queda nada, ni los restos de los sueños de las noches de insomnio. Nada. Lisa y llanamente: -YA NO QUEDA NADA– me repetía una y otra vez (y de tanto repetirlo se me convirtió en muletilla). Ahora estoy otra vez frente al espejo. Otro espejo. En otro hotel. En otra ciudad y en otro mundo. No me pregunten ahora cuando fue que atravecé la puerta que comunica esa habitación fría y horrible con este aún más frío y horrible baño. Ya no recuerdo hace cuánto prendí la luz de esta catástrofe. Y no me jodan, no recuerdo, ni loco, hace cuánto decidí mirarme al espejo. Siempre es lo mismo, mi cara mal afeitada se refleja en el espejo y me devuelve los cuencos vacíos de mis ojos. Mi mirada se pierde en los laberintos intestinos de un alma oscura. Penetra por mis propios ojos. Me autopenetra. Me destroza. Me abre de par en par, deja todos mis conductos al descubierto. Seca de una vez y para siempre todas las lágrimas que todavía no han sido derramadas (ni lo serán). Una vez que me ataco a mi mismo ya no hay vuelta atrás. No queda nada, pienso una y otra vez. Pensaba, pienso, pensaré. No queda nada, ni siquiera un par de párpados. Ni siquiera un interruptor que me permita apagar la luz. Ni siquiera quedan las voces de algún conocido, de algun amante, de algún amigo. Ni siquiera un recuerdo, un olor conocido, un destello de un faro lejano perdido entre la bruma. No quedan ni los nombres de las personas que amé, que amaré, que amo. Peor aún, sólo recuerdo (si es que recuerdo) sus iniciales: una jota, otra jota, una hache, una doble ve. No me queda el ronquido de un desconocido durmiendo en el asiento de al lado. Ni siquiera me queda la ceniza del último pucho del paquete. Sólo me queda esta cara mal afeitada y esta cáscara desvencijada que llevo como piel. ¿Y cuál es la puta necesidad de pararme frente al espejo? ¿Cuál es la puta necesidad de observar mi cara hecha cenizas una y otra vez? ¿Cuál es la chance de que el próximo espejo no devuelva mi propia mirada? No sé, no contesto. Sólo escribo, en forma de prosa, de verso, de cuento, de cuarteta o de canción. Sólo escribo. Siempre escribo cuando llueve, sobre todo cuando llueve. Y si hay tormenta, entonces escribo más. Y si la tormenta dura tres días, yo escribo seis. Y así. A veces creo (como ahora) que esto todavía me mantiene vivo. A pesar de los espejos de los baños de los hoteles, a pesar de la mierda que ahogándose en el puto inodoro, espera impaciente que tire de la cadena. Sí. Definitivamente. Debe haber algo de eso. Si no, ¿cómo me lo explico, digo yo? ¡¿Cómo?! Cómo hago yo para explicar que todavía sigo vivo, que todavía respiro. Algo debe haber (nota mental: debo encontrar algo de beber), no me jodan. Levanto la vista y miro el reloj. 21 minutos y medio desde que fui por mi cuaderno. 21 minutos y 33 segundos desde que escribí el primer guión. 21 minutos y 40 segundos respirando. 21 minutos y 46 segundos viviendo. 21 minutos y 55 segundos escribiendo.

martes, 22 de febrero de 2011

Prólogo Innecesario

Un laberinto es una figura. Es tanto un juego como un castigo. Un desafío como un sinsentido. En un laberinto algunos se pierden, otros se encuentran y otros simplemente deambulan. Para todos ellos no hay tiempo para arrepentimientos, no hay lamentos. Para todos ellos no hay entradas ni salidas, sólo caminos. Todos y cada uno de ellos transitan los caminos como buscando algo, por más que no sepan qué. No saben por qué están allí, tampoco saben si saldrán, no saben si encontrarán lo que no saben que buscan y mucho menos saben que no saben que buscan algo que no saben lo que es.
Lisa y llanamente: se están buscando a sí mismos o a otros o a nadie.