lunes, 23 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

X. José Enrique Palacios. Cabaña de alquiler cerca de la subida de los pinos. Bariloche.

Vine a Bariloche básicamente por dos cosas: por trabajo y por literatura. O por materia y vida que es mas o menos decir la misma cosa. La materia funciona bastante bien, sobre todo a fin de mes. La vida es flujo y como tal, es movimiento. Ahí ya no puedo hacer un juicio de valor, simplemente la vida se mueve por otros senderos. Viaja en otros trenes no respeta estaciones ni terminales ni paradas intermedias. He estudiado que la vida es vida y mas que vida, una cosa un tanto rara pero filosóficamente preciosa. Se podría decir que si la vida es a la vida lo que la poesia es la poesía entonces vida y poesía serían mas que vida y mas que poesía. Indescifrable pero hermoso. Es así como decido, sin saber bien por qué, romper la cristalinidad de la hoja en blanco, sólo obedeciendo un caprichoso impulso interior, un arrebato poético-metafórico (uno de tantos). El simple hecho de garabatear formas con forma de letras y letras con forma de palabras y palabras con estilo de oraciones y oraciones con intenciones de párrafos y párrafos con esperanzas de algo; algo que jamás sabré qué será hasta ese inefable momento arbitrario en que me dicido a ubicar un punto final.
A no precuparse por ello todavía.
Simplemente, supongo, que será una hoja más. Un esbozo de algo sin terminar, que paradojicamente, ya empezó. Y, como no tiene final ni lo tendrá (por mas punto que exista), tampoco puede esperarse que tenga un comienzo. Las letras y la vida van por el mismo camino, (me) lo digo y (me) lo repito. La literatura no empieza, tampoco termina, sólo dura, dura lo que los latidos decidan, lo que dura el pulso vital. Más allá es el misterio. Y aquí permítanme decirles: no importa mas nada que el movimiento. Tiendo a ver líneas entre dos puntos aunque la geometría no me lo indique. Tiendo a ver, aunque la línea no esté trazada, la infinita cantidad de puntos que la constituyen. No quiero aquí reivindicar la geometría (euclidiana o no-euclidiana), sólo pretendo justicia poética; ¡que no se desmerezca el trabajo aplicado a cada punto! Trabajo de hormiga si los hay, o trabajo de puntos, o trabajo de vida. Entre un punto y otro de la vida entonces tenemos tiempos y espacios, sucesos y momentos indefiniblemente etéreos, pero, vivos. Sé que las palabras no son mas que fijaciones de lo móvil, sé que no son más que conceptos que limitan y destruyen el movimiento del que tanto abogo. Pero, sinceramente, no le encuentro otra forma, me sale así. Antes buscaba los comienzos de los ríos, los afluentes de la vida el delta del paraíso. Hoy sólo me queda el río. ¿Espermatozoide o ceniza? ¿El huevo y la gallina o el big-bang? Nos enseñan que las díadas son indisolubles, antagónicos los conceptos y objetivas las clasificaciones. Yo no enseño nada, arbitrariamente los mando a la mierda. Todo se funde al tiempo que respiramos. O vivimos. O escribimos. Y esto que escribo aquí en mi diario no es mas que la muestra cabal de lo que estoy diciendo. Articulación de palabras y frases y afuera las plantas floreciando a pesar del invierno en retirada. Esto es todo lo que puede ser dicho por ahora y no será lo último ni lo definitivo. Siempre hay tiempo para desdecirnos pero primero habrá que arrojar la primera piedra. Yo me la tiro a mi mismo en este solemne acto. Ahora sólo me resta juntar los pedazos de sueños que me quedan y volver a jugar sobre el tablero. Por suerte, sí, por suerte, este juego nunca termina. O todavía no empezó, que al caso viene a ser mas o menos lo mismo.

Memorandum posdata: Vivir poéticamente. Inhalar sentimientos - exhalar poesía.

lunes, 16 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

IX. Diario de Alejandro Vega. Un café al lado de la Municipalidad de Vicente López. Un cortado con una cucharada de azúcar y el diario del día.

"¿Te acordás de aquellos poemas recitados bajo los eucaliptos pelados de la plaza de Olivos? El suelo todavía debe estar cubierto con las mismas hojas amarillas de aquel frío otoño. Los bancos, todavía se deben acordar de nuestra risa." Esas son las últimas palabras de la carta que recibí de María hace exactamente una semana y que ahora, como si fuera una de aquellas hojas de otoño, yacen sobre el suelo, ya no de la plaza, sino de mi departamento. Todavía, para ser sincero, no sé si me sorprende mas el hecho de que me María escriba después de 10 años sin saber nada de ella o de recibir una carta en papel, con destinatario y remitente, a la vieja usanza. Ambas cosas escapan a mi poca pero profunda reflexión. Sí, estoy desconcertado. La desesperación ya no es un problema, porque a ella no se sabe como se llega y mucho menos se sabe bien como escaparle, por ende, es dificil decir que uno ya no está desesperado (siempre que uno lo haya estado, claro). Quisiera saber como consiguió mi dirección. Aunque, en realidad, no me importa. No me es fácil comprender, esto sí, por qué razón la escribió, mucho menos, por qué la envió. Siempre tuve gratos recuerdos de ella, pero por qué ahora, por qué justo ahora. No lo sé, y sospecho que nunca lo sabré. Ese no es el caso tampoco. Acá la cosa es que yo después de una semana no le he contestado, pero, ¿debo hacerlo? ¿quiero hacerlo? Claro que todavía no me decido, sin embargo a veces me dan ganas de saber como está, que le pasa, como vivió estos años, con cuantos hombres se acostó, cuantas estrellas le hicieron contar, en cuantos cuartos de hotel distintos durmió. O no saber nada, o simplemente saber si es feliz. No le escribo porque no me decido a escribirle, aunque sí me decido a escribir en este diario (lo lógico sería hacer economía de letras y unificar posiciones). Hasta me dan ganas de volver a la plaza de Olivos, a ver las hojas amarillentas del otoño esparcidas por el piso de piedritas rojas, a sentir los olores del invierno venidero, a sentir el frío aire de la tarde entrar por cada uno de mis poros. A encontrarme con una chica de 16 años, sentada con sus brazos cruzados, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, con la mirada perdida sobre un libro de Cortázar cerrado sobre sus piernas. Me dan ganas de llegar por detrás, taparle los ojos, y estamparle un beso en la boca al tiempo que gira la calecita a unos escasos 20 metros, con los chicos diviertiéndose a ver si consiguen de una buena vez por todas (lo mismo piensan sus padres) esa maldita sortija que los tiene mareados y dan vueltas agarrados a un caballito de madera inútil ante la mirada de sus padres preocupados, como si la fuerza centrífuga ejercida por el centro de la calesita pudiera expulsar a sus hijos por los aires, rogando quizás que suceda para que vuelvan a sus brazos y no estén a la deriva, dando vueltas y vueltas en una calesita que les hace dar cuenta que cada vuelta es un minuto menos que van a poder disfrutar de sus hijos, y, en ese momento, mas que nunca, piensan en el adjetivo posesivo que da cuenta de la propiedad que tienen sobre esas criaturas que tarde o temprano dejarán la calesita (por aburrimiento, agotamiento o simple desidia) y subirán a otra calesita mas peligrosa, y luego a otra aún mas peligrosa, y todas, todas las calesitas cada vez girarán mas rápido y se darán cuenta, los padres, que esa fuerza centrífuga no los arroja hacia sus brazos sino hacia delante, hacia la vida, lejos de ellos, lejos de sus arrugas y lejos, muy lejos de ese adjetivo posesivo que repiten y repiten hasta el hartazgo; y al fin de cuentas ya no les importa nada de nada, porque ellos saben a diferencia de sus hijos que la sortija no existe, o que nunca puede ser alcanzada (sino se acabaría el juego, o el negocio), que, al caso, vendría a ser lo mismo.

sábado, 14 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

VIII. Juan Martin Varela. Jardines de Atenas, cerca del puente de la Almozara. Zaragoza.

Estoy en Zaragoza, hoy recorrí varias de las calles de esta ciudad y no sé por qué extraña razón de lo único que me acuerdo y de lo único que deseo escribir es de algo que encontré escrito en una pared: "...escribiremos nuevas reglas, esta es la primera de ellas, está prohibido prohibir". Sí, claro, sé de quién es la frase y no resulta extraño encontrarla justamente aquí. Estoy feliz, debe ser por eso, me siento libre, y las casualidades no existen. Hoy me sentí escribiendo esa pared, es más, si hubiera tenido un aerosol seguramente le hubiese agregado un "sí". Mañana escribiré mi diario, de hoy sólo quiero recordar el maravilloso momento en que fui libre y recorrí cada milímetro del trazo de ese aerosol como si fuera una hormiga, un insecto, una ameba; como si la vida misma estuviera allí escrita. En fín, hoy no importa lo que vine hacer aquí, por hoy me doy por satisfecho, vuelvo al hotel cantando bajito.

sábado, 7 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

VII. Rogelio Segismundo Ortiz. Sobre el césped de alguna parte de Plaza Francia, Buenos Aires.

Hoy no me vi al espejo, fue pura casualidad. Ni bien me desperté salí corriendo del hotel, así vestido como estaba, sin desayunar, sin saludar a nadie. El aire puro-impuro de la ciudad me devolvió un poco las ganas de escribir. Así llegué hasta esta plaza, hermosa plaza, vieja conocida. Echado sobre el césped, apoyado sobre mi codo izquierdo para poder escribir con mi mano hábil sobre este diario, sencillamente me tiene ocupado. Y eso es bueno. Por suerte en las plazas no hay espejos, no sé donde me refugiaría si así fuera. Sentir la humedad sobre mi espalda me mantiene despierto, y sobre todo saber que esa humedad es extraña a mi cuerpo, me viene por fuera, ya no simplemente de mis laceradas glándulas sudoríparas. Acá pasa de todo, demasiadas cosas, no podría ni siquiera empezar a enumerarlas. No lo voy a hacer tampoco. Quizás exista algo por fuera de mi mismo, quizás exista un mundo, una realidad digna de ser observada. O indigna, no importa, lo mismo da, lo único que importa es que acepte su existencia. Quizás así deje por un momento de verme al espejo (o ansiando verme). Sería muy bueno que eso suceda. La verdad que los espejos ya me tienen un poco harto, y sobre todo estos ojos, mis ojos, ya me los conozco de memoria. Quizás sea tiempo de ver para fuera.

martes, 3 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

VI. José Enrique Palacios. Bariloche, Río Negro. Base del Cerro Catedral.

Llegué hace unos días a la terminal y como era de esperarse (era lo previsto) me esperaba J en la estación de ómnibus. Yo sabía que algo estaba mal o que todo ya se había hundido (como si de algo en el lago se tratase) pero supongo que habré creído que algo podría cambiar, mejorar, que algo habría entendido mal, que algo se me hubiese escapado, olvidado, confundido. Es obvio que algo se me escapó, se cae de maduro que soy bastante ingenuo. J es una mujer de esas que siempre me gustaron, independientes, frías pero en el fondo cariñosas, duras como una piedra por fuera pero calientes como magma volcánica por dentro, siempre a punto de estallar. Así siempre me gustaron las mujeres, las mujeres-bomba. La cosa es que J era una bomba de relojería, tenía tantas partes, tantos mecanismos, tantos cables rojos, azules, amarillos, bordó, violetas, verdes, blancos, negros, que era imposible descifrar su lógica de desactivación. O quizás no era imposible, sino que yo nunca la entendí. A la lógica claro, a la mujer sí la entendí, pero entenderla a ella no era nada, entenderla a ella sin entender su lógica era como intentar entender el funcionamiento de una bomba de relojería sin ser relojero ni experto anti-desarme. Con esta bomba me encontré ayer, en la terminal, con esta bomba erguida, parada sobre sus dos pies, sus zapatillas de lona blancas, acompañadas por encima por unos jeans azules gastados y uno de sus clásicos puloveres anchos que solía usar cuando estabamos juntos. Fue hermoso volver a ver esos pelos castaño claros recogidos por una colita fucsia y de fondo el Nahuel Huapi. Una postal. Tentadora postal invitando a zambullirse en ella, abierta de par en par, invitando al naufragio o al éxtasis o a la locura. O a la vida misma. J me miró, y en ese segundo, en esa milésima de segundo lo supe, supe que la foto no era mas que un recuerdo. Las fotos nunca son la realidad, las postales nunca son los lugares por los que pasamos: son el producto del trabajo de alguien que se tomó el tiempo de sacar esa foto, imprimirla, ponerle un lindo recuadro y distribuirla para la venta, para que gente como nosotros, simples turistas (cantaría un zaragozano con vos prístina: los turistas de la belleza) la compremos en algún kiosko de estación terminal de ómnibus sin interesarnos por mas nada que por recordar en algún futuro, lejano o cercano, que pasamos por un hermoso lugar llamado “vida”. O Bariloche, o Trenque-Lauquen, o La Plata, o Pergamino, o La Quiaca, lo mismo da. La postal no es la vida, la postal es la postal. El recuerdo del transito perpetuo. La certeza de la vida y la amargura del sufrimiento. J y el lago eran una postal y yo un simple turista de la belleza. Al bajarme del ómnibus corrí y la abracé, claro, y el abrazo fue correspondido.