viernes, 18 de mayo de 2012

Diarios de Viaje

XXIII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.


Sexta parte...

"It's hard to tell that the world we live in is either a reality or a dream". Esa es la última frase de la película que fuimos a ver cuando todavía eramos dos pájaros volando libres, sin tendidos eléctricos donde reposar de nuestras veloces vidas. No sé por qué razón no puedo dejar de pensar en esa frase después de lo de anoche. Es como si la película vuelva a enrollarse sobre su carretel, a velocidades ultrasónicas, para volver a ser pasada en cualquier cine de cualquier ciudad, con la extraña sensación de estar nosotros dos siempre presentes en la sala. En la visión no vemos la película sino que la vivimos. Y lo que es aún más extraño: no vivimos toda la película sino solamente su escena final. Yo estoy allí, al igual que el actor, parado, aplastado contra la pared, en una habitación que no es la mía, a la cual no sé como llegué ni cómo voy a salir, parado, con mi espalda tiesa, con mis nervios de punta y con mi cara fría, rígida, expectante, esperando el desenlace fatal de los eventos por venir. Allí estoy yo, como el actor, parado, y allí entra ella, sin verme, sin verlo, en principio, como buscando algo, con su mirada perdida, con su vestido de flores reluciente, con su pelo a medio peinar y su cara relajada buscando la ventana interior de la habitación, la cual no existe, la cual no se puede ver, sólo se la puede sentir, y, allí los dos, sin vernos, sin sabernos, pero sintiéndonos, hasta el fatídico momento en que ella caminando para atrás se choca con mi cuerpo, con su cuerpo, y en ese momento la escena se detiene, el mundo se detiene, y la cámara entra en éxtasis, al igual que los cuerpos por ella retratados, los pies desnudos, descalzos se rozan, las sensaciones brotan desde la punta de los pies y fluyen hasta la última célula ubicada en el último receptor nervioso de lo que la biología occidental convino en llamar cerebro, y descarga allí su virulento manojo de emociones nerviosas que despiertan a los otros cinco sentidos, rehaciendo el instante y haciéndonos dar cuenta que ya no somos dos cuerpos sino uno, que ya no somos dos sacos de huesos sino un solo esqueleto recubierto de cálidas carnes que sienten, que no son sólo puñados de tejidos sino que tienen ese algo más que las hace únicas, y cuando ella se da vuelta me encuentra, lo encuentra, de frente, con los ojos clavados en su frente, bajando hasta sus propios ojos, cuando ambos se cruzan estallan las estrellas y la supernova explota generando una lluvia de materiales cósmicos por todo el universo, la balanza que aparece bajo nuestros pies desnudos, descalzos, se clava en el cero, los sacos de huesos pasan de estado sólido a estado gaseoso y de allí al éter, el peso del mundo se disuelve en la falta de peso de nuestros cuerpo y ya somos parte de un todo universal compuesto de materiales cósmicos, aquellos materiales esparcidos por la supernova se fusionan en un instante del continuo espacio-temporal conformado por dos almas errantes efervescentes. Allí la cámara enfoca la balanza, clavada en el cero, y la imagen se va perdiendo, difuminándose hacia el vacío. Entonces la frase cobra sentido y como en un sueño se hace realidad.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Diarios de Viaje


XXII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Quinta parte...

Pasó algo anoche que ahora recordándolo me hace esbozar una sonrisa. Recuerdo que jugamos un juego, no sé si fui yo o ella quien lo propuso, pero, en cierto momento de la noche, ya despojados de nuestras ropas, nos vimos envueltos en risas y palmadas cual si de dos niños se tratase. Claramente tuvimos una regresión, una regresión compartida, bipartita en todo caso (yo no fui el único que jugó a ser un niño-adulto). Era un juego de niños por la forma pero su contenido era el de un juego de adultos. El juego consistía en lo siguiente: alternativamente uno de los dos se tapaba los ojos, no valía hacer trampa, era vital mantener los ojos cerrados. Entonces, el otro tomaba un libro de su biblioteca (que amontonaba libros dispares pero que en su mayoría habíamos leído ambos) y lo abría aleatoriamente en una de sus páginas, dejando al azar hacer su truco, y comenzaba a leer en voz alta la primer frase que encontraba. El que estaba con los ojos tapados debía adivinar nombre del autor y libro. Y así se continuaba por un tiempo indeterminado, pudieron haber sido unos cuantos minutos, quizás horas. No había ganador ni perdedor, lo importante era vivir el juego, saber que estabamos jugando, disfrutar el juego en cada uno de sus instantes. Ella adivinó casi todos los libros que yo le leía, supongo que porque eran sus libros. Pero yo tampoco me quedé atrás. Si alguien hubiese visto aquella situación seguramente se hubiese reído, o llorado de verguenza ajena, no lo sé. Parecía un juego de locos, pero de locos felices, juguetones, inofensivos, dispersos entre las estrellas, locos al estilo Rantés, bajados a tierra con una verdad reveladora, sin pretender más que comprensión. Así supongo que nos verían, aunque sin embargo, poco me importa lo que pudieran haber pensado potenciales voyeuristas. La única verdad es que ambos estabamos allí jugando a penetrar en nuestros mundos literarios, asumo yo, ahora, que para conocernos un poco mejor. No hay mejor forma de conocer al otro que mediante su literatura, sobre todo, si ambas personas son del tipo literario. Lo mas gracioso de la situación haya sido quizás que el juego transcurría en penumbras, los dos totalmente desnudos, sin tocarnos, sin mirarnos, sin desearnos. Ya nos habíamos deseado y ya nos desearíamos luego. Era la desnudez literaria hecha carne, atravesada por todos los sentidos (menos la vista, claro). Al recordarlo ahora nuevamente sonrío y me digo a mí mismo que estuvo bien, que ese momento fue sublime, que durante todo ese instante el juego se pareció bastante a la vida.