lunes, 12 de diciembre de 2011

Excurso Poético IV

Inhalo,
de un sorbo
el aroma de las mañanas
de un sueño a medio soñar.

Y me digo
esto debe ser estar despierto.

***

Cada una de las gotas
de rocío que mojan mi jardín
me recuerdan el aroma
de tu piel al despertar.

El sol en el cenit
y el cielo azul claro en un corrusel
de horizontes misteriosos
dejándose ver, mostrándose.

Son siempre las mismas escenas
apareciéndose transfiguradas
paisajes viejos nuevos, escenarios
modificados, ojos distintos.

Y me repito
esto debe ser estar despierto.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XIX.

Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Segunda parte...

"Sentate, ponete cómodo" me dijo y yo como si fuera un niño asentí con la cabeza por más que ella no me estaba mirando. Acto seguido me encontraba sentado en un sofá cama cubierto por una tela color verde musgo, con mis manos apoyadas sobre cada una de mis rodillas y mi cabeza cayéndose hacia delante. Hice un esfuerzo, que en ese momento me pareció sobrehumano, para levantar la cabeza y levantar mis manos y cruzarme de brazos. Eso me habrá llevado una eternidad, o un segundo quizás. Ella dijo desde la cocina "querés un café?" yo contesté que sí, claro, con dos de azúcar. Arrojó un "Ya sé" al aire oscuro y denso de aquella habitación que sirvió para que salga de mi estado de letargo en el que me encontraba. Se activó una alarma, un interruptor se movió y mi cabeza empezó a funcionar nuevamente. No tan claramente pero lo suficiente como para saber que no podía quedarme allí esperando que suceda algo. En eso me levanté y fui hasta la cocina, me apoyé sobre el marco de la puerta y la vi de espaldas, vestida con sus jeans gastados y una remera musculosa color pastel. Estaba quizás un poco mas gorda que hacía diez años pero sus carnes se mantenían firmes, con la misma forma del cuerpo de siempre, bien proporcionada, con sus dos o tres quilitos de más que siempre remarcaba que eran lo que más me gustaba de ella. Allí estaba, dándome la espalda, como el mismo destino. Pero estaba, y estar a veces ya es mucho. Me quedé observándola, estudiando como revolvía acompasadamente el café, cómo disolvía, con qué gracia, cada molécula de azúcar en el café. Habrá sido mi respiración entrecortada lo que hizo que ella se de vuelta y sienta mi presencia. Nos quedamos mirándonos, sin decirnos nada, absolutamente nada, con nuestras miradas cruzadas en algún punto del universo, en algún punto de la vida, aquella misma vida que hacía mucho tiempo nos había unido y también, hacía mucho tiempo, nos había separado. Quizás esta vez, me dije, lo que el tiempo ha separado quizás la voluntad pueda unirlo. En ese momento supe que haber ido hasta allá no había sido en vano. Ella hizo una mueca, un leve gesto, un simple movimiento de sus labios hacia un costado, casi un esbozo de sonrisa, pero una sonrisa interior, mas que una sonrisa era la manifestación de una sonrisa bien profunda, un reflejo inconciente de algo oculto pero no olvidado, de algo sucio, oscuro y desordenado pero no roto. Nuestras miradas se mantuvieron un buen rato suspendidas, colgando de un hilo. Y ella con una taza de café en cada mano. El hechizo se rompió cuando le dije, sólo por cortesía (yo no quería decir absolutamente nada), que vayáramos a sentarnos al sofá. "Sí, mejor" dijo y caí en la cuenta de que el microhechizo momentáneo cargado de miradas profundas y sonrisas oscuras había llegado a su fin. Esta vez el que volteó fui yo y sin mirar atrás, sin dudar un segundo, sin saber si ella me seguía o si simplemente se había esfumado, me dirigí al living y me senté en el sofá. En ese momento me di cuenta que me había seguido y que se estaba acomodando al lado mío. Apoyó mi taza en la mesa ratona y agachó la cabeza, su mirada posada sobre la taza de café que mantenía entre sus manos. Me pareció que le hubiera dado lo mismo que en la taza hubiese café o agua o la nada misma. Su mirada lo consumía todo. Yo, ahora mas tranquilo, tomé mi taza y me la llevé a la boca, di dos sorbos cortos y tragué la nada misma. A continuación giré mi cabeza y vi a María en la misma posición, parecía que se achicaba cada vez más, cuando entré era una señora, haciéndo el café fue adolescente, sentada aquí al lado mío hace unos minutos era una niña, ahora iba lentamente ingresando al vientre materno y a lo único que se parecía era a un feto en plena etapa de gestación. Me asusté y me dije, quizás en los próximos minutos vuelva a nacer.

martes, 6 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XVIII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Primera parte...

Me prometí escribir luego de verla. Esa promesa me sirvió de trampolín, me dio fuerzas a saltar al vacío. En su momento, hace unas horas, me temblaban las piernas, me temblaba absolutamente todo el cuerpo y cada uno de mis pelos se erizaba ante la simple idea, remota, descabellada, ilusa, de ir a verla. Esa promesa fue lo único que me serenaba, fue lo único que me dio fuerzas, una simple promesa conmigo mismo. Aquí la estoy cumpliendo, sólo para asegurarme que no se rompa el hechizo (aunque para serme sincero mis nervios aún no se aplacan). Sin saber bien cómo llegué a la puerta de su departamento, vi el colosal edificio y me apabulló la idea de verla entrar en ese preciso momento. Por suerte eso no sucedió, ni en ese momento ni en los veinte minutos que estuve sentado en las escaleras de mármol de ese viejo edificio con la única compañía de mis Gitanes. Finalmente, anclado en mi promesa, me levanté y encaré el set de timbres que se alzaban ante mis ojos como si de una consola se tratase, la consola de la lista de temas de la mas insólita de las fiestas. Busqué el piso y el departamento y apoyé mi dedo sobre el timbre. No lo presioné. Al menos por cinco minutos, o más. Eran cerca de las diez cuando por fin, jurándome unas cuantas líneas en mi diario como si de un pacto con el diablo se tratase, apreté el timbre. Al instante, sin darme demasiado tiempo para arrepentirme se escuchó una voz dulce y clara que decía simplemente “¿Si? ¿Quién es?”. Alejandro respondí. Silencio. Las hojas caían de los árboles lentamente y se aplastaban contra el pavimento. Los autos rugían allá en la avenida. El mundo seguía girando. “¿Alejandro...Alejandro? Ale...?”. Sí respondí. Y el mundo siguió girando, y los trenes siguieron andando, y las bolsas siguieron facturando. “Pasá, subí”. La puerta hizo un ruido y la cerradura se desbloqueó, al segundo yo ya estaba en el hall del edificio, intentando creer que lo que estaba haciendo o por hacer o lo que ya había hecho no era una locura. Me costó creermelo pero misteriosamente me dije que no, que no era una locura, que era “necesario”. Así me adentré en el ascensor y presioné el número del piso de María. Cuando llegué, descorrí las puertas del ascensor y la vi ahí, parada en el pasillo, fumando, mirándome, esperándome, preguntándose qué demonios estaba sucediendo en ese preciso instante del tiempo en el que los relojes pararon y se abrió un espacio en el continuum espacio-temporal que dejó entrever dos siluetas recortadas en la oscuridad de un pasillo a medio transitar, un pasillo entre dos almas, entre dos mundos, entre dos o más o miles de millones de latidos. “Hola” dijo. Hola fue todo lo que respondí y agaché la cabeza como casi siempre que María me miraba. No la veía desde hacía por lo menos diez años, pero mi recuerdo de ella era el fiel retrato de lo que estaba viendo en ese preciso momento. “Vení, dale, pasá” me dijo invitándome a entrar en su departamento. Eso hice, la seguí hacia las profundidades de ese mar en el cual ya no era un náufrago sino un capitán desconsolado hundiéndose junto con su nave sólo por el hecho de no abandonarla. Tuve tiempo de pensar un segundo mientras trasponía el umbral de su puerta, me dije no Alejandro, no abandones ahora, no lo hagas, ya estás acá, apostá fuerte, acordate de la promesa. De ese modo entré, levantando la cabeza y mirando al frente.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XVII. Horacio Iturralde. Hamacándose en su mecedora, mirando la enredadera al lado del viejo olmo en el centro del jardín.

Nunca supe si era cierto que el diablo sabía más por viejo que por diablo. Sinceramente, a estas alturas, da exactamente lo mismo. La cuestión es que el diablo sabe, punto. ¿Y a cuento de qué viene esto? No lo sé, quizás quiero dejar por escrito una frase que vengo usando mucho últimamente, se la dije a mi nietita de 10 años hace un par de días, también recuerdo haberla pronunciado saliendo de la casa de su madre, mi hija, ese mismo día, y también recuerdo haberla pensado en el funeral de mi esposa hace ya unos meses. ¿Raro no? Esa frase en un funeral, roza lo cliché, la muerte, el diablo, la vejez. Empalagoso. Redundante. ¿Siniestro? No. Simples pensamientos. ¿Funestos? No. Simples atribuciones libres de la mente en estado efervescente. ¿Atribuciones correctas? Tampoco. Se supone que uno debe guardar luto hasta dentro de su propia cabeza, sobre todo si la razón del luto es la compañera que alguna vez en la vida uno escogió y se prometió morir antes que ella. Siempre uno prefiere morir antes que la persona que ama, hasta el mas egoísta y canalla no soporta la idea de ver a su ser querido llorándolo desconsoladamente (sea por compasión, remordimiento o necesidad, o simple comodidad). Mi caso es que ella murió antes que yo y de ese modo se alteró el orden del cosmos. Ahora sólo me dedico a vivir lo que queda, que dicho sea de paso viene de regalo. Quizás ya esté muerto o quizás no, lo mismo da. Puedo decir aquí que la muerte de la persona que mas amé (y amo) en el mundo me permitió abrir ciertas puertas y pasadizos hacia lo desconocido. Por suerte a los viejos, lo que nos sobra es tiempo, al menos hasta que ya no corra mas. En este caso, a fin de cuentas, nada importa ya. Puedo decir lo que quiera, cierto o falso, oscuro o cristalino, pensamiento o corazonada, sea lo que sea, en este diario no entra la ética ni la moral. Yo estoy viejo y los viejos, como el diablo, saben mucho.