domingo, 27 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Cuarta parte

Una vez bañada me vestí, rapidamente sin pensar demasiado en qué me iba a poner, nunca fui muy histérica con la ropa. Me crucé el bolso, como de costumbre y miré el reloj: las siete y cuarto de la tarde. Que ducha rápida me di, pensé. Y así salí a la jungla nuevamente, sin pintura, con el pelo recogido, unas zapatillas y un jean, no me preocupé demasiado por eso, pero sí me preocupé porque mi celular tenga suficiente batería. Tomé el ascensor, planta baja, abrí la puerta y una ráfaga de aire caliente me pegó directo en la cara, todo lo que había logrado despabilarme con la ducha se esfumó al contacto con el mundo exterior. Otra vez el aire cancino y recalcitrante de la ciudad, otra vez las mismas calles, la misma vida, las mismas caras, todas distintas. Otra vez el ruido de la ciudad, una ciudad en llamas, siempre a punto de hundirse y siempre renaciendo. Caminé las dos cuadras que me separan de la parada del 152 sobre la avenida Santa Fe con la mirada perdida, supongo que cualquiera que me haya visto pasar me hubiese confundido con un fantasma, o una aparición o una mas de las mil caras porteñas. Subí al colectivo, pagué mi boleto y me senté en el único asiento vacío que quedaba, al fondo, a la derecha, del lado de la ventanilla, ni sé quién estaba sentado al lado, creo que un viejito de esos vestidos de traje a lo antiguo, de esos que uno piensa que sólo habitan en las novelas de antes de los cincuenta, un Adán Buenosayres. En fin, el viaje pasó rápidamente, atiné a ver el celular sólo para ver la hora, gran avance. Eran las veinte cuarenta y cinco y mis nervios estaban misteriosamente controlados. Como si nada toqué el timbre y el colectivo se detuvo junto al cordón exactamente veinte metros después de la esquina de Uriburu y Santa Fe. Me bajé. Prendí un cigarrillo, exhalé el humo y me dije, ¿que carajo hago acá? Parada en el medio de la vereda seguramente fui el chiste fácil de cualquier transeúnte. Una mujer fumando sola, en el medio del mundo, como si no hubiese mundo, como si nada ni nadie pasara por allí. Un alma sola dividida en mil pedazos, uno por cada segundo, uno por cada pitada, cinco por cada latido, diez por cada respiro, mil por cada pensamiento. Nuevamente mi cuerpo reaccionó primero que mi cabeza y así me encontré dando un paso, luego otro, hasta que todos mis músculos se pusieron en movimiento y movieron mis piernas para lograr un efecto parecido al de caminar. Sí, mi cuerpo caminaba, por Uriburu, rumbo a Marcelo T. de Alvear, pero mi cabeza estaba en La Quiaca. O en Nueva Zelanda. O en cualquier otro lado. Marte. Jupiter. El núcleo terrestre. Me dije basta, así no puedo seguir. Tiré la colilla del cigarrillo al piso, la pisé con fuerza con mi pie izquierdo y levanté la cabeza, como quien se persigna antes de un exámen, así, con aires renovados me encaminé hacia el bar de la esquina, ese que conocía bien, en ese en donde me iba a encontrar con no sé quien. En ese momento, a escasos veinte o treinta metros de la puerta del bar, pensé que era la mayor locura que iba a cometer, pero al instante se me escabulló una risita complice, como si mi inconsciente mi dijera, estás exagerando Camila, has hecho cosas peores. Me reí un poco mas fuerte y así entré al bar. Como era de esperarse había muchísimas mesas vacías. Los empleados se reducían a dos meseros que estaban dando vueltas por ahí, acomodando vaya uno a saber qué cosa en un estante, y algún que otro empleado más atrás de una barra con una caja registradora contando o haciendo que contaba un fajito miserable de billetes. El total de los parroquianos no llegaba a diez, una pareja de ancianos, adorables, tomados de la mano, un oficinista hablando por teléfono a los gritos, dos chicas mal vestidas con fotocopias y resaltadores sobre la mesa y en silencio, supongo que estudiando, un chico un poco mas chico que yo mirando por la ventana, y, en el fondo dos hombres mas, cercanos a los cuarenta, compartiendo una cerveza. Allí, en ese preciso instante, fue cuando me di cuenta que no sabía que demonios iba a hacer. ¿Iba a empezar a preguntar, uno por uno, quien me había escrito el mensaje? ¿Iba a sentarme sola en un costado esperando que alguien, por obra y gracia del destino o de la casualidad, se apareciera diciendo, hola yo fui el que te escribió el mensaje? Es lógico, hice esto último. Pensé que el único de los allí presentes que podía ser mi personaje incógnito era el chico que miraba por la ventana como abstraído, como poseído por las nubes de monóxido de carbono que emanaban los colectivos allá en la calle. Me dije si, el es el único que puede llegar a ser. O puede que no haya llegado todavía, al fin de cuentas son recién las veinte horas, muy puntual lo mío, bastante raro por ser mujer. Así fue que ordené un café con leche con una medialuna y decidí esperar unos diez o quince minutos. No habían pasado cinco minutos cuando veo mi celular y me asaltaron las ganas de escribirle preguntándole donde estaba, como podía ser que me haya dejado plantada, como podía hacerme esperar así, sola, en un bar cualquiera, a alguien que ni siquiera conocía. Por suerte no hice nada de eso, sólo miré la hora. Y así empecé a relajarme, a pensar que quizás todo era una locura. Y lo era, claro, quizás - y seguramente sería lo mas problable-, esta persona se habría dado cuenta de la equivocación y no aparecería nunca. Eso es lo que sucede hasta el momento, siendo un poco mas de las diez de la noche, sobre mi mesa sólo veo estas hojas que estoy escribiendo, un café con leche frío y una medialuna con dos mordiscos. El fantasma nunca apareció, pero tengo la esperanza de que sea el chico ese, que mira como si mirara mas allá de la ventana, que mira con sus ojos azules todos y cada uno de los fantasmas aparecidos de la noche porteña. O quizás no sea él y sea aquel, que entró hace unos quince minutos y pareciera que espera a alguien ya que ordenó dos cafés. O mejor aún, quizás sea aquel otro que está leyendo un diario. Aunque pensandolo bien puede que mi fantasma no haya llegado aún, quizás se retrasó, ya le preguntaré cuando llegue. Y si no llega no importa, de todos modos, es muy dificil que sea quien yo quiero que sea. Lo más probable es que no sea nadie, o sean todos. El chico de la ventana me acaba de mirar. Se levanta. Viene hacia mi. Pero sigue de largo, abre la puerta, sale. Lo sigo con la mirada a través de los ventanales. Pasa cerca mío, del otro lado del mundo. Me mira fugazmente y me analiza. Sé que es él, ahora lo sé, sí lo sé. Pero se fue. Pasó de largo y se fue.

lunes, 21 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Tercera parte

Un día más, un día menos.

Eso pensé e inmediatamente traspasé el umbral que separa el inmenso mundo exterior de la extensión de mi mundo interior que es mi pequeño departamento. O sea, atravecé la puerta. Una vez dentro apagué el cigarrillo mojándolo en la pileta de la cocina y luego arrojé la colilla en el cesto de basura. Me di vuelta, atiné a dejar el bolso en el piso cuando escuché mi celular sonando, anunciando la calma (ansiolíticos) o la tempestad (pastillas de cianuro). El misterio se abrió de par en par. Una luz tenue o una llama o un semáforo. En la encrucijada mi mano sosteniendo el aparato de los mil demonios y a una tecla de distancia el cielo o el infierno, o el infierno y el cielo, o ninguno de los dos.

Nada de eso apareció en la diminuta pantalla, claro, lo que sí aparecieron fueron letras. Me costó ordenarlas debido a mi estado de excitación, pero cuando lo pude lograr pude leer lo siguiente: te espero en el bar de siempre, 20 hs. quiero verte...

Pero...pero...pero...

¿Y ahora? ¿Esto de dónde salió?

Camila, tus pies son de hierro. Creetelo.

Sí, tus pies no flaquearán jamás. ¡Quedate quieta carajo! ¡Pierna de mierda! ¿Por qué temblás así? Quedate quieta...quedate quieta...quieta...quieta...respirá...

Eso...eso...

Ahí vamos...me dije tomando una bocanada de aire que no me entró en los pulmones pero me bastó como para tranquilizarme un poco, abrir los ojos y sentir que todavía podía gobernar lo poco que quedaba de mis nervios, mis manos estaban tiesas, apretando ambas el aparato de plástico como esperando una instrucción, algo que hacer al menos, lo que sea, un cosquilleo, una señal, un guiño de ojo. Por fin pude comenzar con el envío de débiles pero consistentes señales nerviosas hacia las células receptoras ubicadas momentáneamente en las terminaciones de mis dedos para que se pongan en movimiento. Mi cuerpo se estremecía como el clítoris de una virgen estimulado por primera vez. Mi brazo era un manojo de cables eléctricos, sentí que mil millones de kilovatios de energía se concentraban en la yema de mis dedos flacos. Las uñas hacían las veces de escudo, yo creo que si ese día me las hubiera cortado, hubiese muerto instantáneamente electrocutada. Bueno, puede ser un poco exagerado, está bien. La cosa es que pude contestar el mensaje (¿por suerte?), y lo que pude llegar a escribir fue algo así como en dónde, o porque, o como, o quizás no contesté nada. Lo importante es que inmediatamente, con el teléfono todavía atrapado en mis manos, llegó otro mensaje. Sólo arrojaba al éter tecnológico una dirección: en el afiche dale, marcelo te y uriburu, 20hs, dale. ¿Dale qué? ¡Dale qué! Grité, esta vez grité fuerte, para fuera. Quiero decir, no me lo imaginé, lo grité a viva voz, mi garganta de repente se convirtió en un megáfono, y cuando abrí los ojos, unos ojos semi-concientes, los ojos intermedios, los ojos del intersticio entre el sueño y la realidad, me encontré sentada en el sofá, con el teléfono descansando sobre la mesa de luz situada inmediatamente a mi izquierda, a escasos quince o veinte centrímetros de mi dedo índice, y cuando giré la cabeza mi vista se chocó, literalmente, con el reloj que tengo en esa misma mesita, justo detrás de donde parece que apoyé el celular hace no sé cuantas vidas. Eran las seis y treinta y cinco exactas, claro, de la tarde, como todas las seis y treinta y cinco de la tarde. Mi cabeza misteriosamente empezó a trabajar, lenta pero eficazmente. Me levanté de un golpe del sofá y en el camino hasta el baño se fueron acumulando en el piso de mi departamento los pedazos de trapo que llevaba encima a modo de ropa: por allí terminó mi remera, mas allá el corpiño, a la izquierda, al costado de la estufa las zapatillas, ahí en el medio del pasillo quedaron las medias, y lo último que vi antes de cerrar la puerta del baño fue una bombacha gastada por el uso justo debajo de la foto de los obreros comiendo en una en las alturas, sobre una viga, sobre el cielo de Manhattan. Llegué a pensar en esos hombres, en lo poco que valían sus vidas y lo mucho que valían esas vigas de hierro, en las esposas que los estarían esperando seguramente al final del día, en la liviandad de sus cuerpos a nosecuantos metros del suelo, y también me pensé a mí, y me pensé como una mas, como una obrera más descansando en una viga a nosecuantos metros del suelo, con el cuerpo hecho aire. Entrando en el baño lo siguiente que vi fueron dos grifos, letra c y letra f de izquierda a derecha. En rojo y azul correspondientemente. La canilla con la letra f apuntándome, por obra de mi mano derecha, giró hacia la izquierda. Lo siguiente que sentí fue un chorro de agua fría golpeándome salvajemente en la frente. Cerré los ojos instintivamente. Un segundo de dolor. El dolor de las mañanas, el dolor despertador. El dolor de sentir que otra vez tenés el completo dominio sobre tu vida...

miércoles, 16 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Segunda parte

El sueño fue de lo más extraño (más aún que el mensaje, que no es poca cosa). Aparecía yo en una playa, supe que era yo porque me vi, me vi como desde arriba, en realidad era una especie de observadora de mí misma caminando por una playa desierta en pleno invierno (lo noté por el abrigo que llevaba puesto, un buzo tipo polar con cierre y capucha sobre mi cabeza). Bueno, la Camila que caminaba iba con la cabeza gacha, mirando el suelo, con las manos en los bolsillos del buzo y arrastrando los pies por la arena. No pude ver su cara (mi cara) porque desde donde estaba me la tapaba la capucha del buzo, pero supe, sí, supe, no sé como, supongo que por la extraña percepción de la realidad que se da en los sueños, que estaba llorando. También supe que esa playa era interminable y que la Camila caminante no tenía rumbo ni norte, sólo caminaba. Todo esto lo supe de una manera natural, irracional, lo que quiero decir es que no precisaba los ojos ni los oídos ni ningún otro sentido para percibir esas cosas, como que me llamo Camila que sabía que esa que caminaba era yo misma. Ahora, lo que me dejó perpleja fue de lo que me percaté cuando sí usé los ojos y los oídos: en vez de un par de huellas en la arena (que sería lo esperable en cualquier orden de realidad menos en el del sueño) vi dos pares, y en vez del ruido del viento y del mar se oía un llanto de niño, constante, interminable, imposible. Bueno, era imposible pero eso fue lo que soñé, no sabría qué significado darle, tampoco sabría si es necesario adjudicarle un significado a un sueño (para eso están los psicológos supongo). En fin, la cosa es que, como era de esperarse, me levanté sobresaltada, no llegó a sonar el despertador y yo ya estaba sentada en el borde de la cama, con ambos pies apoyados sobre el frío suelo de cerámica, cosa que me trajo más rápido a este mundo. Y empezó un nuevo día con mi cabeza echa un peón de ajedrez en un juego que no era ajedrez, un peón desorbitado, mucho más que perdido, extraviado en un tablero ajeno buscándole las reglas a un juego que ni siquiera sabía como se llamaba.

Claramente ese día la pesadilla no se disipó con la salida del sol.

Una vez despierta desayuné rápido, casi como siempre, y medio despierta, medio dormida, salí hacia el trabajo. No es un trabajo que me guste demasiado pero me deja lo suficiente como para pagar el alquiler, comprar algún que otro libro, continuar con mis estudios y hasta darme algún que otro lujo. No está nada mal, aunque a veces se pone un poco rutinario ser la recepcionista en un consultorio odontológico. Demás está decir que, estudiando letras, no es un trabajo que me interese demasiado. Supongo que a la corta o a la larga todos terminamos trabajando de lo que podemos, bah, que se yo, se dio esto y no me quejo, aunque sé que no quiero dedicarme toda la vida a llenar solicitudes y aptas médicas. En fin, como dije, la pesadilla me persiguió todo el día. A media mañana, después de unas cuantas tazas de café con leche, ya no podía discernir entre la vigilia y el sueño. Ya no sabía si seguía soñando o si ya estaba viviendo mi vida ordinaria. La cosa es que seguí respirando, casi por instinto, suponiendo que en algún momento iba a despertar, o quedarme dormida devuelta, que mas dá, en ese momento daba lo mismo. El día tenía que pasar. Y pasó, agitadamente pero pasó. Con los nervios hechos trizas y unas ojeras de los mil demonios pude cumplir con mis nueve horas laborales y pude, entre corridas y empujones, subirme al subte que me dovolvió a mi departamento cuando el sol comienza lentamente a ocultarse tras los edificios de la gris ciudad de Buenos Aires. Fue en el preciso momento en que atiné a buscar mis llaves en el bolso de mano cuando recordé los mensajes del día anterior. No es que haya podido desarrollar tan a la perfección la técnica del olvido, no, pero entre las idas y vueltas de la rutina diaria había dejado el incidente relegado a segundas instancias. Digamos que los alojé en algún sector de mi conciencia en una especie de estado de latencia, como si hubiese podido ponerme en stand by solo para cumplir con las obligaciones del día. Ahora bien, ni bien entré en mi departamento se levantó la compuerta y empezaron a caer las preguntas, una a una, como las mil moléculas de agua que caen por milésima de segundo de una cascada fría, pedregosa y prístina generando, allí abajo, los torbellinos de un río turbulento y tempestuoso. Los rápidos de la obsesión. Yo sin balsa ni embarcación, intentando esquivar piedras y escollos, surfeando sobre la superficie del río de mi intransigente locura momentánea. Intenté mantenerme a flote, lo logré, pero crecía a la par de mi alegría por seguir viva el miedo a la hipotermia. Entre la esperanza y el riesgo, en ese estado de incertidumbre metafísica entré en mi departamento a las 18:30 horas y encendí, inmediatamente, un cigarrillo...

domingo, 13 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

IV. Camila Sánchez Ordoñez. Mesa de un bar del barrio de Recoleta. Un cuaderno espiralado, un café con leche y una medialuna. Cerca de medianoche.


Primera Parte

Lo que me sucedió en estos días fue algo asombroso. Literalmente asombroso, fuera de lo común, extraordinario, extravagante. Para empezar voy a decir que recibí un mensaje de texto, hace ya unos días pero que bien podrían ser años, lustros, décadas, la memoria nunca fue mi fuerte. El mensaje sólo decía vení, nada más, de un número anónimo, de un número ignoto, de un número que no me sonaba ni remotamente conocido. Demás está decir que quedé perpleja, boquiabierta, como si el mundo dejara de rotar por una vez en la vida y se cayera de las tortugas que lo sostienen. Mi corazón creo, si creo, que dejó de latir, al menos unos segundos, lo que tardé en robarle al ambiente una bocanada de aire. Una vez sobrepasado el shock inicial me asaltó la intriga, de quién era, a qué se refería, por qué me lo había mandado, cuál era el sentido de todo eso. Y sí, un simple mensaje, pero no sé por qué (no me pregunten), jamás se me ocurrió la idea de que podía ser un mensaje equivocado, quiero decir, que el que lo haya escrito se haya confundido de número. A veces las respuestas mas sencillas simplemente no se dejan ver a simple vista, vaya uno a saber por qué, a mi ni siquiera remotamente se me pasó por la cabeza. Estaba segura que era para mi, aunque no estaba segura de nada más. La serie de eventos se desencadenó con la vertiginosidad de la ola de un tsunami. Bueno, volviendo al tema, en principio lo primero que atiné a hacer con lo poco de cordura que aún conservaba, fue responder al mensaje diciendo ¿quién sos? ¡Ay! Que estúpida. La respuesta a un imperativo la formulé con una pregunta. Histeria pura. En este caso: histeria sideral, cosmológica, energética. A una frase tan cargada de contenido le contesté algo tan trivial y banal como quien sos, la verdad, me siento una tremebunda boluda. Pero, como dije, estos días tuvieron mucho de muy extraños. Inmediatamente la respuesta fue dale, necesito verte. Uf, ahí mis ojos ya eran dos pares de yemas de huevo frito (de gallina grande), lamentablemente me encontraba parada yendo hacia la cocina, lo que desató la reacción en cadena: lo siguiente que recuerdo es mi celular escapándose de mis manos estrellándose contra el suelo de cerámica de mi habitación. Claro, se separó en unos cuantos pedazos, lo cual no fue gran cosa ya que los junté uno por uno y los volví a ensamblar hasta que otra vez los pedazos tomaron forma de teléfono, algo así como lo que sucede cada día con mi vida cuando suena el despertador. Una vez con el nuevo (el viejo) teléfono en mis manos, me dispuse a contestar, esta vez me dije, Camila no seas estúpida, escribí algo inteligente, y mis dedos se movieron dócilmente sobre el teclado y fueron configurando letra a letra el siguiente mensaje: ¿Dónde nos encontramos? Ahora sí me gustó mas. Enviar. Tiempo muerto. “El mensaje ha sido enviado”. Tiempo muerto. Explotó una estrella. Nada. Se apagaron mil soles. La nada misma. La respuesta fue la nada. La nada fue el silencio. Ese día no sonó mas el celular. Los primeros 10 minutos los tomé con calma, luego me hice un café, agarré un libro de la mesa de luz y me dije bueno Camila habrá que esperar, ya va a contestar (pero estoy loca!?), ya va a sonar ese maldito celular, tranquila, abrí el libro dejate de joder, eso seguro te serena un poco. Eso hice, abrí el libro en la página 87 (¿A qué se debe mi memoria para estos datos insignifantes?) e intenté empezar a leer. Digo intenté porque claramente las letras se me superponían, me salteaba renglones, releía frases enteras, me esmeraba por encontrarle el sentido a una historia que nada tenía que ver con la mía. Me encontré entonces con la mirada perdida en la pared, como buscando algo entre los dibujos del empapelado, pensando en el tiempo que había perdido desde ese último mensaje no respondido. Y no, no había caso. Cero poder de concentración, o todo el poder concentrado en encontrar la salida del laberinto de las miserias de la comunicación posmoderna. Maldije, maldije a todo el mundo, maldije a los chinos creadores de ese aparato de porquería. Quise romperlo, sí, lo quise arrojar por la ventana, también se me ocurrió enterrarlo, prenderlo fuego en el cesto de basura, desarmarlo en tantas partes que ya no pueda volver a ser ensamblado, escupirlo, arrancarle las teclas una a una a modo de tortura china (tengan de su propia medicina!), pisotearlo, putearlo, echarlo por el inodoro, hacer pis encima de él, regalarlo al primero que se me cruce por la calle. No hice nada de eso como es de esperarse. Al contrario, lo ubiqué en el altar de mi mesa de luz, justo encima del libro que no pude leer. Y prendí la televisión, bueno, que se puede decir, se repitió el proceso antes descrito. Los canales pasaban de uno en uno, terminaban y volvían a empezar, pasaron recetas mágicas para platos multimillonarios, partidos de la liga estadounidense de fútbol (y me enteré que también juegan al fútbol estos gringos), noticieros amarillistas, no tan amarillistas y noticieros oficialistas, pasaron videos musicales de bandas que duran menos que un helado de limón en cualquier heladería porteña cualquier 15 de enero, canales en español (de españa claro), en italiano, en alemán y hasta en hebreo. Pero claro, pasaban y pasaban y mi cabeza sólo podía pensar en ese primer mensaje. A qué se refería con vení? Esa otra persona me conocía? De dónde? Sería quién yo creo (quiero) que sea? O simplemente un desconocido? O un multiviolador serial? Asesino quizás? Demasiadas preguntas para tan poca información. En fin, resumiendo un poco, me quedé dormida. Vaya uno a saber como hice para en tal estado quedarme dormida, pero así sucedió, de repente sentí el rigor del peso de mis párpados sobre mis ojos y la llegada de esa especie de reminiscencia limboidea que antecede al sueño. Y así fue como en la serie de eventos extraordinarios se agregó un nuevo capítulo en el que mi cuerpo no intervino (estaba dormida) pero mi mente se fugó, se fue, se fue de paseo por la montaña rusa onírica...

lunes, 7 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

III. Diario de José Enrique Palacios. Algún lugar de la ruta 5. El último cartel que vi decía “Trenque Lauquen 22 km.”

Silencio. Silencio de muerte. Silencio de hospital a las 3 de la madrugada de un martes cualquiera. Pero este silencio no es en un hospital. Es un silencio de hospital en un micro de larga distancia rumbo al sur. Al sur del continente, mas al sur que el sur. Bueno, no tanto. Sólo digamos que rumbo a algún lugar de la Patagonia. Como tantas otras veces, en tantos otros viajes, me encuentro mirando por la ventanilla – casi siempre de noche – y no veo mas que estrellas (y claro si es de noche). Miento, también se ve algo negro, una masa oscura que se extiende interminablemente entre lo que imagino como suelo y lo que se me pierde como cielo. Es ahí, es en esa rendija en donde se me pierde la vista. Siempre me pasa, no sé porqué. Es normal que en esos momentos me den ganas de escribir, pero nunca puedo superar la barrera de la hoja en blanco. Miento nuevamente. La supero y no la supero. No soy un escritor compulsivo, en todo caso soy un lector compulsivo (me acompaña Bolaño sobre el asiento vacío a mi derecha). Sin embargo suelo escribir algún que otro poema, o algo que se le parezca. Me gusta mucho la poesía pero no he leído tanta. Quizás eso pueda ser visto con malos ojos por algún poeta justiciero, yo me considero un simple entusiasta. Quizás sea como ellos dicen: la poesía produciendo poesía que produce poetas que producen poesía. ¡Espero que sea así! Siempre tuve una afinidad particular hacía las frases circulares. Me gusta eso de ir y venir. Me gusta pensar que lo que dicen es cierto. Y si no lo es, no me importa, total que yo sepa no existe un diccionario de poesía (si alguien lo encuentra por favor quémelo). Y sin irme mucho por las ramas (justo pasa un árbol descascarado por la banquina) voy a decir simplemente que me vinieron muchas ganas de escribir. No es la primera vez. Supongo que no será la última. Una vez creo que soñé que me dijeron pibe vos sentate y escribí. No sé si lo hice o no. Pero supongo que en este momento lo estoy haciendo, en un micro de larga distancia rumbo al sur. Sale música por mis auriculares. Suena Nick Cave y sus malas semillas. Ahora sí, definitivamente muero por un cigarrillo.

martes, 1 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

II. Diario de María Santisteban. Su departamento, una tarde como cualquiera.

Ahora que lo pienso bien lo conocí cuando todavía eramos dos chicos. Allá por la secundaria. Alejandro era un compañero de curso, si, iba al mismo curso que yo. Es más, terminamos juntos, con fiesta de egresados, colación y todos los chiches. Yo fui siempre al mismo colegio pero él no. Sus padres eran del interior, creo que de Río Negro, pero no recuerdo de donde exactamente. Por eso, quizás, era un chico tímido. Bah, acá en la capital a cualquiera que no es extrovertido ya lo tratamos de tímido. Así las cosas. Bueno, sí, ahí lo conocí, habrá entrado al colegio uno o dos años antes que egresemos. Al principio nos sentábamos juntos. Cosas de chicos. Que te paso la tarea, que prestame los resúmenes, blablabla. Era un alumno promedio (y yo bastante traga como se decía en equella época), aprobaba ahí. La cosa es que nos hicimos buenos amigos. Sobre todo al principio, después, al terminar quinto año, nos dejamos llevar por nuestras hormonas adolescentes. En realidad no tanto. Digamos que primero nos pusimos de noviecitos, con besos, abrazos y peluches. Yo era virgen, gran problema (sobre todo en un colegio católico). Pero, siempre fui la rara del curso. Escribía, leía mucho, me gustaba la música, tocaba el violín, no iba a bailar, en fin, cosas raras para gente normal diría alguien por ahí. Así que no me costó mucho acostarme con él. Fue complicado, bue, como todas las primeras veces supongo. Pero con un poco de paciencia y cariño (llamemosle cariño) pasó lo que tenía que pasar. Quizás por eso también lo recuerdo tanto, Ale...era un ángel. Mas bueno que el té con leche. Yo creo que estábamos enamorados. En realidad, él estaba enamorado, el era simple, sencillo, puro. Yo era (seguramente sigo siendo) enroscada, complicada, un espiral enigmático. Yo no puedo decir que estaba enamorada pero sí puedo decir que lo que sentí por él no lo volví a sentir jamás. No lo puedo describir. Algo había, de eso estoy segura. Había “algo” lindo, descontracturado, desinteresado. Florecía sobre todo en las horas de la tarde cuando nos sentabamos en los bancos de la plaza de Olivos, o nos echabamos al sol a la salida del colegio en las “playitas” del rio (que de arena no tienen nada). Ninguno de los dos tenía verdaderos amigos en el colegio. Por eso también creo que lo nuestro duró lo que duró. Eramos dos peces de mar encerrados en un parque acuático. Aunque, para ser mas exactos (y seguir con la metáfora marina) si él era un tiburón, aunque pequeño, anhelando devorarse el mundo cuando crezca, y mientras tanto juntando fuerzas; yo era una raya, un chucho, uno de esos peces feos, que escarban los subsuelos marinos, con puntas, aguijones, veneno y mandíbulas de titanio. Fueron tiempos difíciles esos de la adolescencia. Por suerte lo tuve a él. No tenía amigas, ni amigos. Mi familia era un cúmulo de gente venida de Italia y de España, perdida en una Buenos Aires distinta de la que imaginaron, todavía con la idea de hacerse la América (a mediados de siglo veinte, que locura). Una familia todavía gobernada por los complejos de inferioridad de la clase media argentina y los ecos de un puritanismo católico oxidado. A mis padres no les puedo reprochar nada, en realidad, no les guardo ni rencor ni cariño. Yo crecí, hice mi vida. Fui, vine, hice, deshice. Anduve. Sigo andando. ¿Y Alejandro? ¿Dónde estará Alejandro en este preciso instante? Ni idea. Ni idea por qué me puse a pensar en él. Alejandro, un buen pibe. Quizás volvió al sur, donde sus padres. Ahora que recuerdo él me hablaba mucho de su pueblo, decía cosas como no te imaginás lo que es vivir en un pueblo, o acá están todos locos, o acá no se puede respirar. Siempre se quejaba del tumulto y el ruido de la gran ciudad. Pero no se quejaba de los teatros, los cines, las librerías y la universidad a la que después terminó yendo (y supongo que habrá terminado, no hablo con él desde aquellos tiempos). Ale empezó el ciclo básico de Letras en la UBA. Por la facilidad que tenía para el estudio yo creo que lo habrá terminado en lo que dura un suspiro (me estoy viniendo vieja usando estas frases). A mi me costó un poco más, yo empecé la carrera de letras con él, pero cuando nos separamos dejé todo. Habremos cursado juntos un cuatrimestre, no más. Yo ahí empecé a viajar, estuve por varios lados. Habré estado un año fuera de Buenos Aires, trabajando de cualqueir cosa, viviendo un poco, haciendo la hippiada adolescente. Buenas épocas. Post-traumáticas. La separación con Ale no fue un trauma estrictamente hablando. Al menos para mí. Yo necesitaba tomarme un respiro de TODO. Y lo hice, y no me arrepiento, aunque ahora con tanta agua bajo el puente quizás hubiese cruzado en canoa mas que nadando. Estoy casi segura que a él le habrá dolido más. Él era un tipo sensible, puro. Yo era y sigo siendo más dura. No es que no me haya importado, es más, hasta lloré y todo (a escondidas claro), lo que pasó fue que necesitaba conocer nuevos fondos marinos. Igualmente tengo los mejores recuerdos de Ale. Me ayuda mucho de vez en cuando pensar en aquellos poemas recitados bajo los eucaliptos pelados de la plaza de Olivos. El suelo todavía debe estar cubierto con las mismas hojas amarillas de aquel frío otoño. Los bancos, ay, ¡estoy segura!, todavía se deben acordar de nuestra risa.