martes, 6 de diciembre de 2011

Diarios de Viaje

XVIII. Alejandro Vega. Su departamento, la noche siguiente, bien entrada la madrugada.

Primera parte...

Me prometí escribir luego de verla. Esa promesa me sirvió de trampolín, me dio fuerzas a saltar al vacío. En su momento, hace unas horas, me temblaban las piernas, me temblaba absolutamente todo el cuerpo y cada uno de mis pelos se erizaba ante la simple idea, remota, descabellada, ilusa, de ir a verla. Esa promesa fue lo único que me serenaba, fue lo único que me dio fuerzas, una simple promesa conmigo mismo. Aquí la estoy cumpliendo, sólo para asegurarme que no se rompa el hechizo (aunque para serme sincero mis nervios aún no se aplacan). Sin saber bien cómo llegué a la puerta de su departamento, vi el colosal edificio y me apabulló la idea de verla entrar en ese preciso momento. Por suerte eso no sucedió, ni en ese momento ni en los veinte minutos que estuve sentado en las escaleras de mármol de ese viejo edificio con la única compañía de mis Gitanes. Finalmente, anclado en mi promesa, me levanté y encaré el set de timbres que se alzaban ante mis ojos como si de una consola se tratase, la consola de la lista de temas de la mas insólita de las fiestas. Busqué el piso y el departamento y apoyé mi dedo sobre el timbre. No lo presioné. Al menos por cinco minutos, o más. Eran cerca de las diez cuando por fin, jurándome unas cuantas líneas en mi diario como si de un pacto con el diablo se tratase, apreté el timbre. Al instante, sin darme demasiado tiempo para arrepentirme se escuchó una voz dulce y clara que decía simplemente “¿Si? ¿Quién es?”. Alejandro respondí. Silencio. Las hojas caían de los árboles lentamente y se aplastaban contra el pavimento. Los autos rugían allá en la avenida. El mundo seguía girando. “¿Alejandro...Alejandro? Ale...?”. Sí respondí. Y el mundo siguió girando, y los trenes siguieron andando, y las bolsas siguieron facturando. “Pasá, subí”. La puerta hizo un ruido y la cerradura se desbloqueó, al segundo yo ya estaba en el hall del edificio, intentando creer que lo que estaba haciendo o por hacer o lo que ya había hecho no era una locura. Me costó creermelo pero misteriosamente me dije que no, que no era una locura, que era “necesario”. Así me adentré en el ascensor y presioné el número del piso de María. Cuando llegué, descorrí las puertas del ascensor y la vi ahí, parada en el pasillo, fumando, mirándome, esperándome, preguntándose qué demonios estaba sucediendo en ese preciso instante del tiempo en el que los relojes pararon y se abrió un espacio en el continuum espacio-temporal que dejó entrever dos siluetas recortadas en la oscuridad de un pasillo a medio transitar, un pasillo entre dos almas, entre dos mundos, entre dos o más o miles de millones de latidos. “Hola” dijo. Hola fue todo lo que respondí y agaché la cabeza como casi siempre que María me miraba. No la veía desde hacía por lo menos diez años, pero mi recuerdo de ella era el fiel retrato de lo que estaba viendo en ese preciso momento. “Vení, dale, pasá” me dijo invitándome a entrar en su departamento. Eso hice, la seguí hacia las profundidades de ese mar en el cual ya no era un náufrago sino un capitán desconsolado hundiéndose junto con su nave sólo por el hecho de no abandonarla. Tuve tiempo de pensar un segundo mientras trasponía el umbral de su puerta, me dije no Alejandro, no abandones ahora, no lo hagas, ya estás acá, apostá fuerte, acordate de la promesa. De ese modo entré, levantando la cabeza y mirando al frente.

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