domingo, 20 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XVI. José Enrique Palacios. Confitería La Alpina, Bariloche, una mañana como cualquier otra mañana de verano.

Sentado frente a un tostado de jamón y queso y un café con leche. Sólo me queda escribir en este diario antes de salir por la puerta de madera que estoy viendo. Antes de hacerlo voy a dejar en claro, ante mí mismo, un par de cosas. Se acaba de ir J. Me dejó con el sandwich a medio comer y a medio camino entre mi boca y el estómago, el café se enfrío, entre otras cosas que ya estaban frías desde antes. Aquel abrazo fue correspondido, sí, pero al parecer fue solamente eso, un triste, fuerte, caluroso y simple abrazo. Uno no puede vivir de abrazos, ni de sueños perdidos en algún lugar del tiempo, pero claro, eso recién lo puedo empezar a prefigurar ahora. Hay cosas que todavía no entiendo y quizás nunca lo haga. J es adorable y yo sinceramente un incrédulo. Me cuesta entender como uno puede ser presa de sus propios sentimientos y no poder salir de ellos. Así me siento hoy, una presa acechada por un buen cazador, por uno de esos cazadores que antes de matar al ciervo rezan una plegaria para pedir perdón por la acción que todavía no han cometido. Quizás para él haya consuelo (y está bien que así sea) pero, para la presa, jamás lo habrá. La vi salir hace unos momentos por la misma puerta que ahora estoy viendo y que en escasos minutos me verá a mi también atravesarla, y lo que pasó por esa puerta, rumbo a las calles todavía frías del verano incipiente, no fue una persona de carne y hueso, no fue un saco de huesos en un cuerpo (hermoso) de mujer, no, fue la sombra de algo que se rompió hace mucho tiempo, el chasquido de los dedos de Dios. Intentaré volver a verla, por todos los medios que tenga lo intentaré. Pero, aunque ya nadie crea en Dios, él sigue siendo implacable.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XV. Juan Martin Varela. Madrid, un cuarto de hotel sobre la Gran Vía.

La conferencia no fue lo que suele llamarse un éxito. La verdad que fue mucha menos gente de la esperada, y mucha menos aún de la que me había vaticinado la editorial allá en Buenos Aires. En este punto no me doy por sorprendido, ya perdí la fe en esas empresas que dicen entender algo sobre cualquier cosa y de lo que menos entienden es de literatura. Pero sí fueron sorpresivas ciertas coincidencias. Haberme encontrado con viejos y viejas compañeras de la universidad fue lo de menos, con ellos intercambiamos unas cuantas palabras, buenos augurios, recomendaciones, autores nuevos, viejos, los de siempre, los de antes y los de ahora, y no mucho mas que unas cuantas copas en un bar cercano a Plaza Mayor. No, esas fueron coincidencias gratas si se quiere, casi siempre es grato encontrarse con pedazos humanoides de lo que uno fue en otra vida, con pedazos de historias pasadas, pedazos de aulas, de pasillos, de profesores, en fin, pedazos de vida. La coincidencia mayor (paradojicamente el centro de conferencias estaba a escasas cuadras de la Plaza homónima) fue encontrarme con ella, y sobre todo con él. A María hacía muchisimo que no la veía, también desde la época de esas hermosas cursadas y delirios literarios a la sombra del árbol del patio Puan. A él no lo conocía, pero sentí que lo conocía de algún lugar, claro que no le pregunté de dónde, ni tampoco me dejé ver importunado por su presencia. Cosas de las piedras, cosas de las piedras humanoides. Ella estaba igual, físicamente digo, porque su mirada no era la misma, su fuego arrasador, su noseque misterioso ya no estaba, era una mirada un tanto perdida, como de paseo por las estrellas. Sinceramente, y a nadie mas que a mi podría mentir en esto así que no lo haré ahora, no volví a sentir nada por ella. Lo que nos unió en su momento fueron cosas que por suerte se olvidan con el tiempo. El problema era él, parado erguido, mirando los edificios mientras nosotros hablábamos de viejas épocas pasadas, como haciéndose el distraído pero yo sabía que estaba escuchando y no sólo eso, sino oyendo atentamente. Había algo en su respirar, excesivamente tranquilo, pero excesivamente por lo forzado, yo sabía que no estaba tranquilo, ni él ni yo, pero no sabía ni supe ni sé por qué. Lo mas extraño fue que esto sucedió un día antes de mi conferencia, por lo que, nobleza obliga, los invité a presenciarla y, quizás luego, pudiéramos ir a comer algo y seguir rememorando el pasado (a mi solo me interesaba sacarle información a esa persona de tez oscura, pelo oscuro, ojos marrones y vestimenta algo desalineada). Las últimas palabras que nos dijimos fueron sí, venite, va a estar bueno, sí, obvio, como no, vamos a estar ahí (cara de sorpresa mía) claro, los espero, si perfecto, después vamos a comer algo (lo dijo ella!) si, estaría bueno, perfecto entonces, saludalo Mario (el tono imperativo fue lo que me desconcertó) claro, adios! Adios dije yo, sin saber que no los volvería a ver.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XIV. Diario de María Santisteban. Su departamento, un miércoles cerca de la medianoche.

Hace exactamente doce minutos que se fue de casa y once desde que abrí mi libreta. Hace casi cinco minutos que escribí la primer H. Hace dos horas que estoy confundida. Hace dos horas y un segundo tenía otra vida. Hace dos horas sonó el timbre. Hace una hora y cincuenta y nueve minutos que no sé que decir. Hace una hora y cincuenta y nueve minutos y treinta segundos que pronuncié la última frase con sentido que recuerdo: "Hoo...la...Ale..¿qué hacés acá?"

lunes, 7 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XIII. Rogelio Segismundo Ortiz. Sobre un andén de la estación de ómnibus de Retiro.

De plaza Francia a Retiro, por suerte, no hay mas que unas cuantas cuadras. La Avenida del Libertador rumbo al bajo nunca me pareció tan extraña, tan lejana. La sola idea de saber que pronto, muy pronto, estaría sentado en un ómnibus rumbo a algún lado incierto me dejaba extremadamente - inusitadamente - tranquilo. Pude disfrutar del paisaje si podemos llamarlo así al escenario porteño un viernes por la tarde. La gente seguramente volvía de sus trabajos, rumbo al norte, allá lejos, donde seguramente los esperaba su familia, un plato de comida caliente o simplemente una cerveza en algún bar de mala muerte, las cosas simples de la vida porteña. Mi caso era, y es, completamente el contrario. Quiero alejarme del centro neurálgico de la ciudad por una buena temporada. Así, sin pensar demasiado en nada, llegué a Retiro y me puse a inspeccionar las boleterías para decidir, ahora sí, a qué lugar transportaría mi saco de huesos. Sin dar muchas vueltas me decidí por la costa Atlántica. Salía un viaje a La Lucila del Mar, aquel pueblo tranquilo y desprovisto de problemas que podía recordar de mi infancia, la infancia un niño feliz. ¿Qué mejor comienzo que ese? No lo dudé un instante y pagué mi pasaje en la boletería. La chica que atendía sé que me miró de reojo con algo de desconfianza o tal vez de intriga. ¿Quién era aquel hombre alto, entrado en años, sin equipaje, parado allí, pidiéndole un pasaje a un pueblito tranquilo e impasible perdido en las costas frías del Oceáno Atlántico? Quizás me pareció a mi simplemente, pero pude observar un destello en su mirada un tanto inusual. La chica era joven, bastante mas joven que yo, rubia platinada, teñida seguramente, de unos ojos verdes profundos, que hasta me hicieron pensar que debería haber buscado trabajo en algún otro lugar, una casa de ropa de moda de la Avenida Santa Fe quizás, o de secretaría en algún importante bufete de abogados. Simplemente no cuajaba con el entorno. Pero, como dije, quizás solo fue mi parecer y mi posible estado de susceptibilidad en el que me encontraba el que me jugaba una mala pasada. Dejé de lado las cavilaciones y compré el maldito pasaje. Me di vuelta, le agradecí y me fui. Ella sólo contestó: buen viaje. Y esas palabras, por simples que sean, cayeron como gotas de agua en un alma muerta de sed. No me di vuelta, no dije nada, pero sentí que mi labio esbozaba una tenue sonrisa, de esas que hacía rato no aparecían, esas sonrisas socarronas, como diciendo: sí, ya sé. Y acá estoy, sentado en un banco desvencijado, esperando que llegue el ómnibus que me saque un poco del humo de la ciudad. Al menos que me distraiga un poco, que me aleje un poco de la tempestad en la que estuve inmerso todo este último tiempo. El mar estaba agitado, pero mas agitado estaría allá, en la costa, ese sería un mar real, no sólo un mar poético-metafísico. En ese momento super a ciencia cierta de qué se trataba todo esto. Algo así como de volver a encontrar alguna parte de mí olvidada en alguna vuelta de la vida. En ese momento saqué mi libreta y anoté mis pensamientos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XII. Horacio Iturralde. Sentado, hamacándose en su mecedora, mirando el viejo olmo en el centro del jardín.

Las costumbres parecen no pasar de moda. Años tengo muchos. Historias más, y letras todavía más. En algún momento del viaje dije basta, y dejé de contar los atardeceres; sólo me dediqué a contemplarlos. Desde ese momento, aquel único momento, aquel instante que lo recuerdo como si fuera hace menos de un minuto, mi vida justamente transcurre, en su caída inevitable, perdiendo altura a cada momento. Pero, que conste en actas, esto no me produce mas que una enorme felicidad, o al menos, una inmensa sensación de estar viviendo. Lo que no es poco decir. A mis 80 años todavía tengo pulso para escribir, y, misteriosamente, me sobran las ganas de respirar. Mi cuerpo es viejo, claro, quizás mi mente también, sinceramente no puedo dar cuenta de eso. Tampoco creo que le interese al que le caiga en manos este diario cuando mi cuerpo se aburra de mecerse en esta silla, de respirar el fresco de las mañanas, cuando seguramente el olmo ahí enfrente escuche el ruido de las hojas al caer. Lo cierto es que quienquiera que abra, por la razón que sea, este sencillo diario no encontrará ningún testamento ni ninguna verdad revelada, mucho menos consejos ni ayudas ni mapas. Encontrarán las letras de un hombre viejo, de un hombre a fin de cuentas. Si todavía le sigue interesando la simple historia de un hombre, entonces podrá seguir leyendo, visto y considerando que todavía mi cuerpo parece responder bien a las instrucciones que mi cabeza le da y, por suerte todavía, puedo seguir escribiendo. Hay cosas misteriosas que ni los años las revelan, esas son las que le interesan a este puñado de arrugas que sus padres convinieron en llamar Horacio. Creo que ahora entiendo por qué siento que me he pasado la vida escribiendo. Los misterios no se dejan escribir, ni siquiera la poesía los capta. Sin embargo, el hombre es un misterio, el único misterio que cree poder conocerse a sí mismo. A eso, algunos lo llaman búsqueda, otros simplemente esperanza.