lunes, 18 de junio de 2012

Diarios de Viaje

XXIV. Rogelio Segismundo Ortiz. Un banco en el muelle en La Lucila del Mar.

El horizonte me parece ahora un espejismo, y la niebla que lo habita un halo de misterio. Yo estoy acá, sentado, escribiendo para variar. Me alejé de todo, de todo lo poco o mucho que tenía reservado para mí la gran ciudad. Pero también me alejé de la carretera, aunque más no sea por un tiempo. El aire de mar, el ruido de las olas, la espuma del mar y el olor a pescado me devuelven las ganas de seguir adelante. Sin embargo, lo que más me asombrar son los pescadores, esos seres recortados en la bruma, pacientes, siempre expectantes, los más optimistas dentro de los optimistas. Los veo bajar y subir sus mediomundos, encarnar sus anzuelos, arrojar sus líneas a la inmensidad del mar, siempre con sus ojos clavados en el agua. Y lo que me emociona: los veo saber que ésta será la vez que el mar les devuelva sus redes llenas. Lo mismo para todas las veces, y ellos siguen, firmes, cual quijotes contra el viento, contra los molinos interminables del azar. Ellos saben que ésta será la vez. Simplemente lo saben, y se zambullen junto con sus anzuelos en el frío mar, jugando, pescando, buscando, viviendo. En ellos me siento reflejado, de alguna u otra manera. Ellos buscan peces, yo busco caminos. Ellos pescan, yo escribo.

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