lunes, 16 de mayo de 2011

Diarios de Viaje

IX. Diario de Alejandro Vega. Un café al lado de la Municipalidad de Vicente López. Un cortado con una cucharada de azúcar y el diario del día.

"¿Te acordás de aquellos poemas recitados bajo los eucaliptos pelados de la plaza de Olivos? El suelo todavía debe estar cubierto con las mismas hojas amarillas de aquel frío otoño. Los bancos, todavía se deben acordar de nuestra risa." Esas son las últimas palabras de la carta que recibí de María hace exactamente una semana y que ahora, como si fuera una de aquellas hojas de otoño, yacen sobre el suelo, ya no de la plaza, sino de mi departamento. Todavía, para ser sincero, no sé si me sorprende mas el hecho de que me María escriba después de 10 años sin saber nada de ella o de recibir una carta en papel, con destinatario y remitente, a la vieja usanza. Ambas cosas escapan a mi poca pero profunda reflexión. Sí, estoy desconcertado. La desesperación ya no es un problema, porque a ella no se sabe como se llega y mucho menos se sabe bien como escaparle, por ende, es dificil decir que uno ya no está desesperado (siempre que uno lo haya estado, claro). Quisiera saber como consiguió mi dirección. Aunque, en realidad, no me importa. No me es fácil comprender, esto sí, por qué razón la escribió, mucho menos, por qué la envió. Siempre tuve gratos recuerdos de ella, pero por qué ahora, por qué justo ahora. No lo sé, y sospecho que nunca lo sabré. Ese no es el caso tampoco. Acá la cosa es que yo después de una semana no le he contestado, pero, ¿debo hacerlo? ¿quiero hacerlo? Claro que todavía no me decido, sin embargo a veces me dan ganas de saber como está, que le pasa, como vivió estos años, con cuantos hombres se acostó, cuantas estrellas le hicieron contar, en cuantos cuartos de hotel distintos durmió. O no saber nada, o simplemente saber si es feliz. No le escribo porque no me decido a escribirle, aunque sí me decido a escribir en este diario (lo lógico sería hacer economía de letras y unificar posiciones). Hasta me dan ganas de volver a la plaza de Olivos, a ver las hojas amarillentas del otoño esparcidas por el piso de piedritas rojas, a sentir los olores del invierno venidero, a sentir el frío aire de la tarde entrar por cada uno de mis poros. A encontrarme con una chica de 16 años, sentada con sus brazos cruzados, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, con la mirada perdida sobre un libro de Cortázar cerrado sobre sus piernas. Me dan ganas de llegar por detrás, taparle los ojos, y estamparle un beso en la boca al tiempo que gira la calecita a unos escasos 20 metros, con los chicos diviertiéndose a ver si consiguen de una buena vez por todas (lo mismo piensan sus padres) esa maldita sortija que los tiene mareados y dan vueltas agarrados a un caballito de madera inútil ante la mirada de sus padres preocupados, como si la fuerza centrífuga ejercida por el centro de la calesita pudiera expulsar a sus hijos por los aires, rogando quizás que suceda para que vuelvan a sus brazos y no estén a la deriva, dando vueltas y vueltas en una calesita que les hace dar cuenta que cada vuelta es un minuto menos que van a poder disfrutar de sus hijos, y, en ese momento, mas que nunca, piensan en el adjetivo posesivo que da cuenta de la propiedad que tienen sobre esas criaturas que tarde o temprano dejarán la calesita (por aburrimiento, agotamiento o simple desidia) y subirán a otra calesita mas peligrosa, y luego a otra aún mas peligrosa, y todas, todas las calesitas cada vez girarán mas rápido y se darán cuenta, los padres, que esa fuerza centrífuga no los arroja hacia sus brazos sino hacia delante, hacia la vida, lejos de ellos, lejos de sus arrugas y lejos, muy lejos de ese adjetivo posesivo que repiten y repiten hasta el hartazgo; y al fin de cuentas ya no les importa nada de nada, porque ellos saben a diferencia de sus hijos que la sortija no existe, o que nunca puede ser alcanzada (sino se acabaría el juego, o el negocio), que, al caso, vendría a ser lo mismo.

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