lunes, 7 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XIII. Rogelio Segismundo Ortiz. Sobre un andén de la estación de ómnibus de Retiro.

De plaza Francia a Retiro, por suerte, no hay mas que unas cuantas cuadras. La Avenida del Libertador rumbo al bajo nunca me pareció tan extraña, tan lejana. La sola idea de saber que pronto, muy pronto, estaría sentado en un ómnibus rumbo a algún lado incierto me dejaba extremadamente - inusitadamente - tranquilo. Pude disfrutar del paisaje si podemos llamarlo así al escenario porteño un viernes por la tarde. La gente seguramente volvía de sus trabajos, rumbo al norte, allá lejos, donde seguramente los esperaba su familia, un plato de comida caliente o simplemente una cerveza en algún bar de mala muerte, las cosas simples de la vida porteña. Mi caso era, y es, completamente el contrario. Quiero alejarme del centro neurálgico de la ciudad por una buena temporada. Así, sin pensar demasiado en nada, llegué a Retiro y me puse a inspeccionar las boleterías para decidir, ahora sí, a qué lugar transportaría mi saco de huesos. Sin dar muchas vueltas me decidí por la costa Atlántica. Salía un viaje a La Lucila del Mar, aquel pueblo tranquilo y desprovisto de problemas que podía recordar de mi infancia, la infancia un niño feliz. ¿Qué mejor comienzo que ese? No lo dudé un instante y pagué mi pasaje en la boletería. La chica que atendía sé que me miró de reojo con algo de desconfianza o tal vez de intriga. ¿Quién era aquel hombre alto, entrado en años, sin equipaje, parado allí, pidiéndole un pasaje a un pueblito tranquilo e impasible perdido en las costas frías del Oceáno Atlántico? Quizás me pareció a mi simplemente, pero pude observar un destello en su mirada un tanto inusual. La chica era joven, bastante mas joven que yo, rubia platinada, teñida seguramente, de unos ojos verdes profundos, que hasta me hicieron pensar que debería haber buscado trabajo en algún otro lugar, una casa de ropa de moda de la Avenida Santa Fe quizás, o de secretaría en algún importante bufete de abogados. Simplemente no cuajaba con el entorno. Pero, como dije, quizás solo fue mi parecer y mi posible estado de susceptibilidad en el que me encontraba el que me jugaba una mala pasada. Dejé de lado las cavilaciones y compré el maldito pasaje. Me di vuelta, le agradecí y me fui. Ella sólo contestó: buen viaje. Y esas palabras, por simples que sean, cayeron como gotas de agua en un alma muerta de sed. No me di vuelta, no dije nada, pero sentí que mi labio esbozaba una tenue sonrisa, de esas que hacía rato no aparecían, esas sonrisas socarronas, como diciendo: sí, ya sé. Y acá estoy, sentado en un banco desvencijado, esperando que llegue el ómnibus que me saque un poco del humo de la ciudad. Al menos que me distraiga un poco, que me aleje un poco de la tempestad en la que estuve inmerso todo este último tiempo. El mar estaba agitado, pero mas agitado estaría allá, en la costa, ese sería un mar real, no sólo un mar poético-metafísico. En ese momento super a ciencia cierta de qué se trataba todo esto. Algo así como de volver a encontrar alguna parte de mí olvidada en alguna vuelta de la vida. En ese momento saqué mi libreta y anoté mis pensamientos.

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