viernes, 18 de noviembre de 2011

Diarios de Viaje

XV. Juan Martin Varela. Madrid, un cuarto de hotel sobre la Gran Vía.

La conferencia no fue lo que suele llamarse un éxito. La verdad que fue mucha menos gente de la esperada, y mucha menos aún de la que me había vaticinado la editorial allá en Buenos Aires. En este punto no me doy por sorprendido, ya perdí la fe en esas empresas que dicen entender algo sobre cualquier cosa y de lo que menos entienden es de literatura. Pero sí fueron sorpresivas ciertas coincidencias. Haberme encontrado con viejos y viejas compañeras de la universidad fue lo de menos, con ellos intercambiamos unas cuantas palabras, buenos augurios, recomendaciones, autores nuevos, viejos, los de siempre, los de antes y los de ahora, y no mucho mas que unas cuantas copas en un bar cercano a Plaza Mayor. No, esas fueron coincidencias gratas si se quiere, casi siempre es grato encontrarse con pedazos humanoides de lo que uno fue en otra vida, con pedazos de historias pasadas, pedazos de aulas, de pasillos, de profesores, en fin, pedazos de vida. La coincidencia mayor (paradojicamente el centro de conferencias estaba a escasas cuadras de la Plaza homónima) fue encontrarme con ella, y sobre todo con él. A María hacía muchisimo que no la veía, también desde la época de esas hermosas cursadas y delirios literarios a la sombra del árbol del patio Puan. A él no lo conocía, pero sentí que lo conocía de algún lugar, claro que no le pregunté de dónde, ni tampoco me dejé ver importunado por su presencia. Cosas de las piedras, cosas de las piedras humanoides. Ella estaba igual, físicamente digo, porque su mirada no era la misma, su fuego arrasador, su noseque misterioso ya no estaba, era una mirada un tanto perdida, como de paseo por las estrellas. Sinceramente, y a nadie mas que a mi podría mentir en esto así que no lo haré ahora, no volví a sentir nada por ella. Lo que nos unió en su momento fueron cosas que por suerte se olvidan con el tiempo. El problema era él, parado erguido, mirando los edificios mientras nosotros hablábamos de viejas épocas pasadas, como haciéndose el distraído pero yo sabía que estaba escuchando y no sólo eso, sino oyendo atentamente. Había algo en su respirar, excesivamente tranquilo, pero excesivamente por lo forzado, yo sabía que no estaba tranquilo, ni él ni yo, pero no sabía ni supe ni sé por qué. Lo mas extraño fue que esto sucedió un día antes de mi conferencia, por lo que, nobleza obliga, los invité a presenciarla y, quizás luego, pudiéramos ir a comer algo y seguir rememorando el pasado (a mi solo me interesaba sacarle información a esa persona de tez oscura, pelo oscuro, ojos marrones y vestimenta algo desalineada). Las últimas palabras que nos dijimos fueron sí, venite, va a estar bueno, sí, obvio, como no, vamos a estar ahí (cara de sorpresa mía) claro, los espero, si perfecto, después vamos a comer algo (lo dijo ella!) si, estaría bueno, perfecto entonces, saludalo Mario (el tono imperativo fue lo que me desconcertó) claro, adios! Adios dije yo, sin saber que no los volvería a ver.

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