lunes, 21 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Tercera parte

Un día más, un día menos.

Eso pensé e inmediatamente traspasé el umbral que separa el inmenso mundo exterior de la extensión de mi mundo interior que es mi pequeño departamento. O sea, atravecé la puerta. Una vez dentro apagué el cigarrillo mojándolo en la pileta de la cocina y luego arrojé la colilla en el cesto de basura. Me di vuelta, atiné a dejar el bolso en el piso cuando escuché mi celular sonando, anunciando la calma (ansiolíticos) o la tempestad (pastillas de cianuro). El misterio se abrió de par en par. Una luz tenue o una llama o un semáforo. En la encrucijada mi mano sosteniendo el aparato de los mil demonios y a una tecla de distancia el cielo o el infierno, o el infierno y el cielo, o ninguno de los dos.

Nada de eso apareció en la diminuta pantalla, claro, lo que sí aparecieron fueron letras. Me costó ordenarlas debido a mi estado de excitación, pero cuando lo pude lograr pude leer lo siguiente: te espero en el bar de siempre, 20 hs. quiero verte...

Pero...pero...pero...

¿Y ahora? ¿Esto de dónde salió?

Camila, tus pies son de hierro. Creetelo.

Sí, tus pies no flaquearán jamás. ¡Quedate quieta carajo! ¡Pierna de mierda! ¿Por qué temblás así? Quedate quieta...quedate quieta...quieta...quieta...respirá...

Eso...eso...

Ahí vamos...me dije tomando una bocanada de aire que no me entró en los pulmones pero me bastó como para tranquilizarme un poco, abrir los ojos y sentir que todavía podía gobernar lo poco que quedaba de mis nervios, mis manos estaban tiesas, apretando ambas el aparato de plástico como esperando una instrucción, algo que hacer al menos, lo que sea, un cosquilleo, una señal, un guiño de ojo. Por fin pude comenzar con el envío de débiles pero consistentes señales nerviosas hacia las células receptoras ubicadas momentáneamente en las terminaciones de mis dedos para que se pongan en movimiento. Mi cuerpo se estremecía como el clítoris de una virgen estimulado por primera vez. Mi brazo era un manojo de cables eléctricos, sentí que mil millones de kilovatios de energía se concentraban en la yema de mis dedos flacos. Las uñas hacían las veces de escudo, yo creo que si ese día me las hubiera cortado, hubiese muerto instantáneamente electrocutada. Bueno, puede ser un poco exagerado, está bien. La cosa es que pude contestar el mensaje (¿por suerte?), y lo que pude llegar a escribir fue algo así como en dónde, o porque, o como, o quizás no contesté nada. Lo importante es que inmediatamente, con el teléfono todavía atrapado en mis manos, llegó otro mensaje. Sólo arrojaba al éter tecnológico una dirección: en el afiche dale, marcelo te y uriburu, 20hs, dale. ¿Dale qué? ¡Dale qué! Grité, esta vez grité fuerte, para fuera. Quiero decir, no me lo imaginé, lo grité a viva voz, mi garganta de repente se convirtió en un megáfono, y cuando abrí los ojos, unos ojos semi-concientes, los ojos intermedios, los ojos del intersticio entre el sueño y la realidad, me encontré sentada en el sofá, con el teléfono descansando sobre la mesa de luz situada inmediatamente a mi izquierda, a escasos quince o veinte centrímetros de mi dedo índice, y cuando giré la cabeza mi vista se chocó, literalmente, con el reloj que tengo en esa misma mesita, justo detrás de donde parece que apoyé el celular hace no sé cuantas vidas. Eran las seis y treinta y cinco exactas, claro, de la tarde, como todas las seis y treinta y cinco de la tarde. Mi cabeza misteriosamente empezó a trabajar, lenta pero eficazmente. Me levanté de un golpe del sofá y en el camino hasta el baño se fueron acumulando en el piso de mi departamento los pedazos de trapo que llevaba encima a modo de ropa: por allí terminó mi remera, mas allá el corpiño, a la izquierda, al costado de la estufa las zapatillas, ahí en el medio del pasillo quedaron las medias, y lo último que vi antes de cerrar la puerta del baño fue una bombacha gastada por el uso justo debajo de la foto de los obreros comiendo en una en las alturas, sobre una viga, sobre el cielo de Manhattan. Llegué a pensar en esos hombres, en lo poco que valían sus vidas y lo mucho que valían esas vigas de hierro, en las esposas que los estarían esperando seguramente al final del día, en la liviandad de sus cuerpos a nosecuantos metros del suelo, y también me pensé a mí, y me pensé como una mas, como una obrera más descansando en una viga a nosecuantos metros del suelo, con el cuerpo hecho aire. Entrando en el baño lo siguiente que vi fueron dos grifos, letra c y letra f de izquierda a derecha. En rojo y azul correspondientemente. La canilla con la letra f apuntándome, por obra de mi mano derecha, giró hacia la izquierda. Lo siguiente que sentí fue un chorro de agua fría golpeándome salvajemente en la frente. Cerré los ojos instintivamente. Un segundo de dolor. El dolor de las mañanas, el dolor despertador. El dolor de sentir que otra vez tenés el completo dominio sobre tu vida...

No hay comentarios:

Publicar un comentario