domingo, 27 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Cuarta parte

Una vez bañada me vestí, rapidamente sin pensar demasiado en qué me iba a poner, nunca fui muy histérica con la ropa. Me crucé el bolso, como de costumbre y miré el reloj: las siete y cuarto de la tarde. Que ducha rápida me di, pensé. Y así salí a la jungla nuevamente, sin pintura, con el pelo recogido, unas zapatillas y un jean, no me preocupé demasiado por eso, pero sí me preocupé porque mi celular tenga suficiente batería. Tomé el ascensor, planta baja, abrí la puerta y una ráfaga de aire caliente me pegó directo en la cara, todo lo que había logrado despabilarme con la ducha se esfumó al contacto con el mundo exterior. Otra vez el aire cancino y recalcitrante de la ciudad, otra vez las mismas calles, la misma vida, las mismas caras, todas distintas. Otra vez el ruido de la ciudad, una ciudad en llamas, siempre a punto de hundirse y siempre renaciendo. Caminé las dos cuadras que me separan de la parada del 152 sobre la avenida Santa Fe con la mirada perdida, supongo que cualquiera que me haya visto pasar me hubiese confundido con un fantasma, o una aparición o una mas de las mil caras porteñas. Subí al colectivo, pagué mi boleto y me senté en el único asiento vacío que quedaba, al fondo, a la derecha, del lado de la ventanilla, ni sé quién estaba sentado al lado, creo que un viejito de esos vestidos de traje a lo antiguo, de esos que uno piensa que sólo habitan en las novelas de antes de los cincuenta, un Adán Buenosayres. En fin, el viaje pasó rápidamente, atiné a ver el celular sólo para ver la hora, gran avance. Eran las veinte cuarenta y cinco y mis nervios estaban misteriosamente controlados. Como si nada toqué el timbre y el colectivo se detuvo junto al cordón exactamente veinte metros después de la esquina de Uriburu y Santa Fe. Me bajé. Prendí un cigarrillo, exhalé el humo y me dije, ¿que carajo hago acá? Parada en el medio de la vereda seguramente fui el chiste fácil de cualquier transeúnte. Una mujer fumando sola, en el medio del mundo, como si no hubiese mundo, como si nada ni nadie pasara por allí. Un alma sola dividida en mil pedazos, uno por cada segundo, uno por cada pitada, cinco por cada latido, diez por cada respiro, mil por cada pensamiento. Nuevamente mi cuerpo reaccionó primero que mi cabeza y así me encontré dando un paso, luego otro, hasta que todos mis músculos se pusieron en movimiento y movieron mis piernas para lograr un efecto parecido al de caminar. Sí, mi cuerpo caminaba, por Uriburu, rumbo a Marcelo T. de Alvear, pero mi cabeza estaba en La Quiaca. O en Nueva Zelanda. O en cualquier otro lado. Marte. Jupiter. El núcleo terrestre. Me dije basta, así no puedo seguir. Tiré la colilla del cigarrillo al piso, la pisé con fuerza con mi pie izquierdo y levanté la cabeza, como quien se persigna antes de un exámen, así, con aires renovados me encaminé hacia el bar de la esquina, ese que conocía bien, en ese en donde me iba a encontrar con no sé quien. En ese momento, a escasos veinte o treinta metros de la puerta del bar, pensé que era la mayor locura que iba a cometer, pero al instante se me escabulló una risita complice, como si mi inconsciente mi dijera, estás exagerando Camila, has hecho cosas peores. Me reí un poco mas fuerte y así entré al bar. Como era de esperarse había muchísimas mesas vacías. Los empleados se reducían a dos meseros que estaban dando vueltas por ahí, acomodando vaya uno a saber qué cosa en un estante, y algún que otro empleado más atrás de una barra con una caja registradora contando o haciendo que contaba un fajito miserable de billetes. El total de los parroquianos no llegaba a diez, una pareja de ancianos, adorables, tomados de la mano, un oficinista hablando por teléfono a los gritos, dos chicas mal vestidas con fotocopias y resaltadores sobre la mesa y en silencio, supongo que estudiando, un chico un poco mas chico que yo mirando por la ventana, y, en el fondo dos hombres mas, cercanos a los cuarenta, compartiendo una cerveza. Allí, en ese preciso instante, fue cuando me di cuenta que no sabía que demonios iba a hacer. ¿Iba a empezar a preguntar, uno por uno, quien me había escrito el mensaje? ¿Iba a sentarme sola en un costado esperando que alguien, por obra y gracia del destino o de la casualidad, se apareciera diciendo, hola yo fui el que te escribió el mensaje? Es lógico, hice esto último. Pensé que el único de los allí presentes que podía ser mi personaje incógnito era el chico que miraba por la ventana como abstraído, como poseído por las nubes de monóxido de carbono que emanaban los colectivos allá en la calle. Me dije si, el es el único que puede llegar a ser. O puede que no haya llegado todavía, al fin de cuentas son recién las veinte horas, muy puntual lo mío, bastante raro por ser mujer. Así fue que ordené un café con leche con una medialuna y decidí esperar unos diez o quince minutos. No habían pasado cinco minutos cuando veo mi celular y me asaltaron las ganas de escribirle preguntándole donde estaba, como podía ser que me haya dejado plantada, como podía hacerme esperar así, sola, en un bar cualquiera, a alguien que ni siquiera conocía. Por suerte no hice nada de eso, sólo miré la hora. Y así empecé a relajarme, a pensar que quizás todo era una locura. Y lo era, claro, quizás - y seguramente sería lo mas problable-, esta persona se habría dado cuenta de la equivocación y no aparecería nunca. Eso es lo que sucede hasta el momento, siendo un poco mas de las diez de la noche, sobre mi mesa sólo veo estas hojas que estoy escribiendo, un café con leche frío y una medialuna con dos mordiscos. El fantasma nunca apareció, pero tengo la esperanza de que sea el chico ese, que mira como si mirara mas allá de la ventana, que mira con sus ojos azules todos y cada uno de los fantasmas aparecidos de la noche porteña. O quizás no sea él y sea aquel, que entró hace unos quince minutos y pareciera que espera a alguien ya que ordenó dos cafés. O mejor aún, quizás sea aquel otro que está leyendo un diario. Aunque pensandolo bien puede que mi fantasma no haya llegado aún, quizás se retrasó, ya le preguntaré cuando llegue. Y si no llega no importa, de todos modos, es muy dificil que sea quien yo quiero que sea. Lo más probable es que no sea nadie, o sean todos. El chico de la ventana me acaba de mirar. Se levanta. Viene hacia mi. Pero sigue de largo, abre la puerta, sale. Lo sigo con la mirada a través de los ventanales. Pasa cerca mío, del otro lado del mundo. Me mira fugazmente y me analiza. Sé que es él, ahora lo sé, sí lo sé. Pero se fue. Pasó de largo y se fue.

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