domingo, 13 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

IV. Camila Sánchez Ordoñez. Mesa de un bar del barrio de Recoleta. Un cuaderno espiralado, un café con leche y una medialuna. Cerca de medianoche.


Primera Parte

Lo que me sucedió en estos días fue algo asombroso. Literalmente asombroso, fuera de lo común, extraordinario, extravagante. Para empezar voy a decir que recibí un mensaje de texto, hace ya unos días pero que bien podrían ser años, lustros, décadas, la memoria nunca fue mi fuerte. El mensaje sólo decía vení, nada más, de un número anónimo, de un número ignoto, de un número que no me sonaba ni remotamente conocido. Demás está decir que quedé perpleja, boquiabierta, como si el mundo dejara de rotar por una vez en la vida y se cayera de las tortugas que lo sostienen. Mi corazón creo, si creo, que dejó de latir, al menos unos segundos, lo que tardé en robarle al ambiente una bocanada de aire. Una vez sobrepasado el shock inicial me asaltó la intriga, de quién era, a qué se refería, por qué me lo había mandado, cuál era el sentido de todo eso. Y sí, un simple mensaje, pero no sé por qué (no me pregunten), jamás se me ocurrió la idea de que podía ser un mensaje equivocado, quiero decir, que el que lo haya escrito se haya confundido de número. A veces las respuestas mas sencillas simplemente no se dejan ver a simple vista, vaya uno a saber por qué, a mi ni siquiera remotamente se me pasó por la cabeza. Estaba segura que era para mi, aunque no estaba segura de nada más. La serie de eventos se desencadenó con la vertiginosidad de la ola de un tsunami. Bueno, volviendo al tema, en principio lo primero que atiné a hacer con lo poco de cordura que aún conservaba, fue responder al mensaje diciendo ¿quién sos? ¡Ay! Que estúpida. La respuesta a un imperativo la formulé con una pregunta. Histeria pura. En este caso: histeria sideral, cosmológica, energética. A una frase tan cargada de contenido le contesté algo tan trivial y banal como quien sos, la verdad, me siento una tremebunda boluda. Pero, como dije, estos días tuvieron mucho de muy extraños. Inmediatamente la respuesta fue dale, necesito verte. Uf, ahí mis ojos ya eran dos pares de yemas de huevo frito (de gallina grande), lamentablemente me encontraba parada yendo hacia la cocina, lo que desató la reacción en cadena: lo siguiente que recuerdo es mi celular escapándose de mis manos estrellándose contra el suelo de cerámica de mi habitación. Claro, se separó en unos cuantos pedazos, lo cual no fue gran cosa ya que los junté uno por uno y los volví a ensamblar hasta que otra vez los pedazos tomaron forma de teléfono, algo así como lo que sucede cada día con mi vida cuando suena el despertador. Una vez con el nuevo (el viejo) teléfono en mis manos, me dispuse a contestar, esta vez me dije, Camila no seas estúpida, escribí algo inteligente, y mis dedos se movieron dócilmente sobre el teclado y fueron configurando letra a letra el siguiente mensaje: ¿Dónde nos encontramos? Ahora sí me gustó mas. Enviar. Tiempo muerto. “El mensaje ha sido enviado”. Tiempo muerto. Explotó una estrella. Nada. Se apagaron mil soles. La nada misma. La respuesta fue la nada. La nada fue el silencio. Ese día no sonó mas el celular. Los primeros 10 minutos los tomé con calma, luego me hice un café, agarré un libro de la mesa de luz y me dije bueno Camila habrá que esperar, ya va a contestar (pero estoy loca!?), ya va a sonar ese maldito celular, tranquila, abrí el libro dejate de joder, eso seguro te serena un poco. Eso hice, abrí el libro en la página 87 (¿A qué se debe mi memoria para estos datos insignifantes?) e intenté empezar a leer. Digo intenté porque claramente las letras se me superponían, me salteaba renglones, releía frases enteras, me esmeraba por encontrarle el sentido a una historia que nada tenía que ver con la mía. Me encontré entonces con la mirada perdida en la pared, como buscando algo entre los dibujos del empapelado, pensando en el tiempo que había perdido desde ese último mensaje no respondido. Y no, no había caso. Cero poder de concentración, o todo el poder concentrado en encontrar la salida del laberinto de las miserias de la comunicación posmoderna. Maldije, maldije a todo el mundo, maldije a los chinos creadores de ese aparato de porquería. Quise romperlo, sí, lo quise arrojar por la ventana, también se me ocurrió enterrarlo, prenderlo fuego en el cesto de basura, desarmarlo en tantas partes que ya no pueda volver a ser ensamblado, escupirlo, arrancarle las teclas una a una a modo de tortura china (tengan de su propia medicina!), pisotearlo, putearlo, echarlo por el inodoro, hacer pis encima de él, regalarlo al primero que se me cruce por la calle. No hice nada de eso como es de esperarse. Al contrario, lo ubiqué en el altar de mi mesa de luz, justo encima del libro que no pude leer. Y prendí la televisión, bueno, que se puede decir, se repitió el proceso antes descrito. Los canales pasaban de uno en uno, terminaban y volvían a empezar, pasaron recetas mágicas para platos multimillonarios, partidos de la liga estadounidense de fútbol (y me enteré que también juegan al fútbol estos gringos), noticieros amarillistas, no tan amarillistas y noticieros oficialistas, pasaron videos musicales de bandas que duran menos que un helado de limón en cualquier heladería porteña cualquier 15 de enero, canales en español (de españa claro), en italiano, en alemán y hasta en hebreo. Pero claro, pasaban y pasaban y mi cabeza sólo podía pensar en ese primer mensaje. A qué se refería con vení? Esa otra persona me conocía? De dónde? Sería quién yo creo (quiero) que sea? O simplemente un desconocido? O un multiviolador serial? Asesino quizás? Demasiadas preguntas para tan poca información. En fin, resumiendo un poco, me quedé dormida. Vaya uno a saber como hice para en tal estado quedarme dormida, pero así sucedió, de repente sentí el rigor del peso de mis párpados sobre mis ojos y la llegada de esa especie de reminiscencia limboidea que antecede al sueño. Y así fue como en la serie de eventos extraordinarios se agregó un nuevo capítulo en el que mi cuerpo no intervino (estaba dormida) pero mi mente se fugó, se fue, se fue de paseo por la montaña rusa onírica...

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