miércoles, 16 de marzo de 2011

Diarios de Viaje

Segunda parte

El sueño fue de lo más extraño (más aún que el mensaje, que no es poca cosa). Aparecía yo en una playa, supe que era yo porque me vi, me vi como desde arriba, en realidad era una especie de observadora de mí misma caminando por una playa desierta en pleno invierno (lo noté por el abrigo que llevaba puesto, un buzo tipo polar con cierre y capucha sobre mi cabeza). Bueno, la Camila que caminaba iba con la cabeza gacha, mirando el suelo, con las manos en los bolsillos del buzo y arrastrando los pies por la arena. No pude ver su cara (mi cara) porque desde donde estaba me la tapaba la capucha del buzo, pero supe, sí, supe, no sé como, supongo que por la extraña percepción de la realidad que se da en los sueños, que estaba llorando. También supe que esa playa era interminable y que la Camila caminante no tenía rumbo ni norte, sólo caminaba. Todo esto lo supe de una manera natural, irracional, lo que quiero decir es que no precisaba los ojos ni los oídos ni ningún otro sentido para percibir esas cosas, como que me llamo Camila que sabía que esa que caminaba era yo misma. Ahora, lo que me dejó perpleja fue de lo que me percaté cuando sí usé los ojos y los oídos: en vez de un par de huellas en la arena (que sería lo esperable en cualquier orden de realidad menos en el del sueño) vi dos pares, y en vez del ruido del viento y del mar se oía un llanto de niño, constante, interminable, imposible. Bueno, era imposible pero eso fue lo que soñé, no sabría qué significado darle, tampoco sabría si es necesario adjudicarle un significado a un sueño (para eso están los psicológos supongo). En fin, la cosa es que, como era de esperarse, me levanté sobresaltada, no llegó a sonar el despertador y yo ya estaba sentada en el borde de la cama, con ambos pies apoyados sobre el frío suelo de cerámica, cosa que me trajo más rápido a este mundo. Y empezó un nuevo día con mi cabeza echa un peón de ajedrez en un juego que no era ajedrez, un peón desorbitado, mucho más que perdido, extraviado en un tablero ajeno buscándole las reglas a un juego que ni siquiera sabía como se llamaba.

Claramente ese día la pesadilla no se disipó con la salida del sol.

Una vez despierta desayuné rápido, casi como siempre, y medio despierta, medio dormida, salí hacia el trabajo. No es un trabajo que me guste demasiado pero me deja lo suficiente como para pagar el alquiler, comprar algún que otro libro, continuar con mis estudios y hasta darme algún que otro lujo. No está nada mal, aunque a veces se pone un poco rutinario ser la recepcionista en un consultorio odontológico. Demás está decir que, estudiando letras, no es un trabajo que me interese demasiado. Supongo que a la corta o a la larga todos terminamos trabajando de lo que podemos, bah, que se yo, se dio esto y no me quejo, aunque sé que no quiero dedicarme toda la vida a llenar solicitudes y aptas médicas. En fin, como dije, la pesadilla me persiguió todo el día. A media mañana, después de unas cuantas tazas de café con leche, ya no podía discernir entre la vigilia y el sueño. Ya no sabía si seguía soñando o si ya estaba viviendo mi vida ordinaria. La cosa es que seguí respirando, casi por instinto, suponiendo que en algún momento iba a despertar, o quedarme dormida devuelta, que mas dá, en ese momento daba lo mismo. El día tenía que pasar. Y pasó, agitadamente pero pasó. Con los nervios hechos trizas y unas ojeras de los mil demonios pude cumplir con mis nueve horas laborales y pude, entre corridas y empujones, subirme al subte que me dovolvió a mi departamento cuando el sol comienza lentamente a ocultarse tras los edificios de la gris ciudad de Buenos Aires. Fue en el preciso momento en que atiné a buscar mis llaves en el bolso de mano cuando recordé los mensajes del día anterior. No es que haya podido desarrollar tan a la perfección la técnica del olvido, no, pero entre las idas y vueltas de la rutina diaria había dejado el incidente relegado a segundas instancias. Digamos que los alojé en algún sector de mi conciencia en una especie de estado de latencia, como si hubiese podido ponerme en stand by solo para cumplir con las obligaciones del día. Ahora bien, ni bien entré en mi departamento se levantó la compuerta y empezaron a caer las preguntas, una a una, como las mil moléculas de agua que caen por milésima de segundo de una cascada fría, pedregosa y prístina generando, allí abajo, los torbellinos de un río turbulento y tempestuoso. Los rápidos de la obsesión. Yo sin balsa ni embarcación, intentando esquivar piedras y escollos, surfeando sobre la superficie del río de mi intransigente locura momentánea. Intenté mantenerme a flote, lo logré, pero crecía a la par de mi alegría por seguir viva el miedo a la hipotermia. Entre la esperanza y el riesgo, en ese estado de incertidumbre metafísica entré en mi departamento a las 18:30 horas y encendí, inmediatamente, un cigarrillo...

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